El amor que todo lo transforma

love, cross, thorns-699480.jpg

“Aspirar a amar en lugar de aspirar a ser amado requiere de sacrificio. El amor busca, y está dispuesto a
ser rechazado o molestado, sin esperar ninguna recompensa personal, esperando sólo dar”
(Elisabeth Elliot, La marca de un hombre).

¡Qué hermoso! Pensamos. Pero… ¿realmente amamos así? ¿Qué sabemos acerca de amar así? Más puntualmente, ¿qué sabemos acerca del amor que requiere sacrificio, que requiere morir a nuestros propios deseos y aun derechos legítimos?

Elisabeth Elliot continúa con la objeción de alguien en su libro:

…ese es un estándar imposible para el amor de un ser humano.

Sí… continúa hilando su idea, “sin embargo, el hecho inevitable es que este estándar “imposible” es el estándar. No existe ningún otro estándar con el que debamos medir nuestro amor”, sino con el de Dios mismo: “…que se amen los unos a los otros, así como Yo los he amado”, dijo Jesús” (Juan 13:34).

Muchas de nosotras podemos pensar que nuestras familias difíciles, amistades, hermanos de la iglesia, el matrimonio, o la maternidad nos han llevado a amar así, y en algunos casos podrá ser cierto. Pero si somos honestas, y ponemos cuidadosa atención a las motivaciones profundas de nuestro corazón, aun al hacer cosas sacrificiales por nuestros seres queridos, podemos darnos cuenta que la mayoría de ellas están manchadas por un tinte egoísta.

A veces ni protegemos a nuestros hijos por su bien, sino que los protegemos porque queremos protegernos a nosotras mismas del dolor de saberlos heridos. O incluso, en nuestros actos de servicio por nuestro esposo, nos encontramos con la realidad de que no lo estamos haciendo como un ejercicio de amor libre y abnegado, para hacerles bien y darnos generosamente, sino buscando su amor a cambio. Lo mismo pasa con nuestros amigos, padres, vecinos y cualquier persona con la que nos relacionamos. No sabemos amar de manera sacrificial. No sabemos dar la vida sin esperar algún retorno del otro. No sabemos perseverar en amor cuando las cosas son difíciles. Y mucho menos que sabemos amar hasta dar la vida o morir. Nisiquiera nos gusta la idea. Incluso, aunque no lo digamos en voz alta, no queremos amar así. Pensamos que nadie nos ha amado así (de manera sacrificada), y que el costo es muy alto como para no recibir nada a cambio. Por eso cada vez menos parejas quieren casarse y tener hijos, las amistades flaquean y caen, los puestos de trabajo tienen altos niveles de rotación, y los abortos alcanzan los millones.

Estamos más familiarizadas con una idea de amor, que como dice Elliot, es egoísta y empalagosa. Que
mueve las emociones y nos hace sentir bien. Que nos recompensa, que se parece a las películas de

Hollywood. Es el amor que persevera, si es que podemos usar esa palabra, porque está recibiendo, y le gusta lo que está recibiendo. Tristemente, ese “amor” no es amor. Ese “amor” es el que nos lleva supuestamente a amar a otros cuando en realidad nos estamos amando más a nosotros mismos. Por esa razón, consideramos inconcebible amar sacrificialmente e incluso nos indignamos en nombre del respeto y las buenas morales, cuando nuestros hijos, en medio de su pequeña infancia, lejos de ser
inocente, nos pegan una patada, nos gritan o empujan. En esos momentos, no consideramos la posibilidad de amarlos, soportarlos u orar por ellos. Nos cuesta amar cuando somos llevados a nuestros límites. Nos cuesta amar cuando alguien nos vulnera. Nos cuesta amar al desconocido y nos cuesta amar a nuestro esposo. Por esta razón, en algún momento podríamos preguntarnos ¿es realmente posible amar así? ¿Es posible darnos, sacrificarnos e invertirnos en las personas una y otra vez a pesar de que no nos amen de regreso, nos respeten o siquiera nos reconozcan?

Sabemos de varias personas que sí lo lograron. Uno de ellos fue un hombre llamado Pablo. Quien dedicó su vida a Jesús y lo que Él le había encomendado: “…dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios” (Hechos 20:24). Pablo aprendió a amar como nosotros creemos que es imposible. Y amó y entregó su vida en servicio por muchas personas que en su vida pasada persiguió y mató. Pablo aprendió a amar, como no quería amar y como no sabía amar. El Nuevo Testamento de la Biblia registra
muchas de sus cartas a diferentes grupos de personas o iglesias a las que él sirvió con gran esfuerzo y sacrificio, y por quienes estuvo dispuesto a sufrir muchas cosas a fin de ser fiel a Dios. Una de estas iglesias, quizás una de las más cercanas a su corazón, estaba ubicada en una ciudad llamada Filipos. Les escribió una carta en medio de una situación muy difícil: encarcelado, atado a un soldado romano día y noche, y en medio de la incertidumbre de si viviría o moriría. Pablo estaba a la espera de un juicio debido ante el César, pero ya habían pasado casi dos años y su situación aun no se resolvía. Cualquier día podía llegar la ocasión y ser sentenciado a muerte. En medio de esta situación, escribió una de las cartas más alegres que se le conoce, la carta a los filipenses.

En esta epístola, les escribe a sus hermanos, a quienes lleva en el corazón y por quienes ya había sufrido por causa de su fe. La primera vez que tuvo contacto con ellos, varias familias creyeron en la Buena Noticia de Jesucristo, pero debido a su fidelidad a Dios en predicar y persistir aunque muchos no lo consideraran conveniente, fue arrastrado hasta la plaza y azotado por la multitud y los magistrados superiores de aquella ciudad. Sin embargo, Pablo con valentía siguió predicando, aun dentro de la cárcel y al salir de ella. Años después, estando lejos de ellos, les envió esta carta queriendo tratar algunos asuntos, entre ellos el gozo, el amor y la unidad de la iglesia.

En el capítulo dos de la carta, Pablo les hace un llamado a la unidad. Una unidad a la que deberían,
según la Biblia de Estudio de la Reforma de Ligonier, animarse a preservar solo por el hecho de estar
unidos a Jesús, su Salvador. Que sus vidas hubieran sido unidas a Jesús, y que por ello recibieran
estímulo, consuelo, compañerismo y afecto de parte de Dios, debería de llevarlos a disfrutar la unidad
entre ellos como comunidad de creyentes. Había muchos obstáculos, sí. El primero de ellos era el
orgullo. Pero Pablo los llama a ser de un “mismo sentir, conservando el mismo amor, unidos en espíritu,
dedicados a un mismo propósito” (Filipenses 2:2). Estar unidos requería de un amor sacrificial.
Mantener la unidad significa ceder o negarse a sí mismo para buscar un propósito mayor. Pero Pablo no

se los dejó en un concepto tan elevado y lindo. Los llamó a ponerse manos a la obra: “No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás” (Filipenses 2:3-4). Los llamó a la humildad, a mirar al otro como superior a ellos mismos, como más importante, y a velar por sus intereses. Hasta aquí ya sonaba suficientemente difícil, pero eso era lo que Pablo había hecho por ellos.

Más aún, los llamó no solo a velar por la unidad de manera individual sino también como iglesia, esforzándose principalmente por obedecer a Dios en el llamado a ser santificados. Los animó a esforzarse con temor y temblor junto con la promesa de que Dios es quien produce en sus hijos el querer y el hacer para que haga su voluntad. ¿Cómo debían vivir? Haciendo todo “sin murmuraciones ni discusiones” (Filipenses 2:14) para ser “…irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación torcida y perversa” (Filipenses 2:15).

Los llamaba a esto y los animaba con que si ellos vivían así, él podría sentirse satisfecho en el día en que Cristo regresara porque entonces no habría corrido ni trabajado en vano. Si ellos se amaban entre ellos así, entonces su esfuerzo habría valido la pena. Pero no se quedó ahí. No le bastó con “correr y trabajar” para que ellos crecieran en la fe de Jesucristo. Estaba dispuesto también a morir por esta causa, si fuera necesario.

“…entonces, el día que Cristo vuelva, me sentiré orgulloso de no haber corrido la carrera en vano y de que mi trabajo no fue inútil. Sin embargo, me alegraré aun si tengo que perder la vida derramándola como ofrenda líquida a Dios, así como el fiel servicio de ustedes también es una ofrenda a Dios. Y quiero que todos ustedes participen de esta alegría. Claro que sí, deberían alegrarse, y yo me gozaré con ustedes” (Filipenses 2:16-18 NTV).

Se alegraría aun si tuviera que perder la vida por ellos. ¡¿Quién se alegraría por semejante cosa?! No queremos perder nuestra vida, punto, y mucho menos que nos alegraríamos si tuviéramos que perderla. ¿Qué tenía este hombre en su corazón para, no solo alegrarse ante esta idea, sino aun, animar a estas personas a alegrarse también con él?

Este hombre había sido brutalmente cambiado por Dios. Jesús mismo se le había presentado luego de su
resurrección y lo había perdonado, limpiado y llamado a servirle a Él. La vida de Pablo había sido
absolutamente trastornada. El hombre que ardía de ira al ver un cristiano y que deseaba echarlo a la
cárcel o martirizarlo, ahora estaba dispuesto a tomar el lugar de ellos. Pablo vivía una religión que
estaba lejos de darle vida, pero una vez conoció a Jesucristo, él nació de nuevo. Ahora anhelaba servirle,
no a una religión ni a hombres, sino a Dios mismo. Al Cristo resucitado. Para Pablo morir y entregar su
vida por otros (ni siquiera su familia) ya no era un asunto trágico, todo lo contrario: un privilegio.
Significaba parecerse, al menos un poquito, a su Salvador. Su vida era Cristo y su morir, porque iba a
estar en plenitud con Él, era ganancia. El morir de una persona solo puede ser ganancia si en verdad su
vida es Cristo. Y ese era el caso de este Apóstol. Él quería vivir para Jesús, quien lo había amado y quien
había entregado su vida por él. Y su visión acerca de su propia vida, según leemos en sus escritos, era

que sería inútil a menos que él viviera para aquello para lo cual Cristo lo había rescatado. Para Pablo el valor de su vida estaba en terminar la tarea que Dios le había encomendado, si él no usaba su vida para eso, entonces su vida era insignificante. Y eso no en nombre del orgullo o motivaciones equivocadas, sino en nombre del amor. Su vida era para amar a Jesús y a otros.

Y era precisamente por razón de este amor que había alegría en medio del sacrificio y la muerte. Para Pablo era satisfactorio y le llenaba el corazón de alegría su trabajo, su correr y aun su morir por los filipenses y muchos otros hermanos porque era la manera en la que demostraba su amor y fidelidad a Dios. Entregar su vida era dar todo lo que tenía a Dios. Su vida era su ofrenda, era su regalo para Dios.

Esta es una historia extraordinaria. No es una historia común. Nadie ama así a Dios. A menos que Dios lo haya amado primero. El amor sacrificial solo es posible si Dios nos ha amado primero. Nosotros no tenemos ningún ejemplo perfecto de amor sacrificial sino Cristo mismo y mucho menos los recursos para amar así, sino es por Él. Elisabeth Elliot lo explica así:

(El amor) “…Es un llamado grande y santo a olvidarte de ti mismo.“¿Olvidarme de mí mismo? De ninguna manera”. Esa es una respuesta humana normal. No hay manera, por supuesto, excepto por la gracia de Dios. Estamos llamados a participar con Cristo en Su propia obra, a amar con Su amor y a hacer los unos por los otros lo que Él hace por nosotros. No hay manera en el mundo de hacerlo solo. Lo hacemos porque Él vive Su vida en nosotros. Cuando te encuentras diciendo: “Pero ¿no es hora ya de que me valoren un poco? ¿No tiene ella/él ninguna responsabilidad? ¡Oye, lo estoy haciendo todo!”, es hora de revisar el estándar, de revisar “el mismo tipo de amor que Cristo dio”.

Pablo estaba dispuesto a derramar su vida porque Jesús lo había amado derramando la suya, porque lo había hecho parte de su plan de amor por otras personas, porque ahora operaba y vivía desde la realidad sobrenatural de estar en Cristo y con su Espíritu Santo. Ahora él podía ofrecer su vida como un regalo para Dios, fuera corriendo y trabajando o muriendo por amor de otros.

Al Jesús hacerse voluntariamente un siervo, y al no considerar su naturaleza divina como algo a lo que aferrarse, sino estar dispuesto a humillarse y hacerse hombre por los pecadores y morir por ellos, nos habilitó para amar verdaderamente. Después de contemplar y recibir el amor de Dios por nosotros es que podemos, inicialmente, empezar a pensar en amar sacrificialmente. Podemos empezar a orar y pedirle que nos enseñe a amar como Él, a amar sin egoísmo, considerando a los demás como superiores, y buscando darnos.

Nuestro llamado es a esforzarnos por amar así, pero solamente porque Dios es quien producirá en nosotros el deseo y la obra, para que se haga su voluntad. Pero mientras nos esforzamos y fallamos una y otra vez, contemplemos Su amor, meditemos en Su sacrificio, en Su vida y obras, solo así seremos cambiados.

Tengan la misma actitud que tuvo Cristo Jesús.
Aunque era Dios,
no consideró que el ser igual a Dios
fuera algo a lo cual aferrarse.
En cambio, renunció a sus privilegios divinos;
adoptó la humilde posición de un esclavo
y nació como un ser humano.
Cuando apareció en forma de hombre,
se humilló a sí mismo en obediencia a Dios
y murió en una cruz como morían los criminales.
Por lo tanto, Dios lo elevó al lugar de máximo honor
y le dio el nombre que está por encima de todos los demás nombres
para que, ante el nombre de Jesús, se doble toda rodilla
en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra,
y toda lengua declare que Jesucristo es el Señor
para la gloria de Dios Padre.
Filipenses 2:5-11

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Carrito de compra
Scroll al inicio