Lidiamos con la culpa de lo que hacemos mal de muchas maneras. Decimos todo lo que se nos pasa por la cabeza, compramos cosas, lloramos, nos distraemos, nos escondemos, volcamos nuestra emociones, nos humillamos ante las personas, hacemos planes de cómo cambiar, nos leemos libros al respecto, vamos a la iglesia, servimos más y hasta pedimos perdón.
Sin embargo, en ocasiones la culpa sigue allí. Si acaso no nos atormenta con frecuencia,
siempre está nuestra buena memoria que nos recuerda, de vez en cuando, que no estamos a la altura o que tenemos una deuda que nos es adversa.
Lidiamos con la culpa principalmente de dos maneras: con remordimiento o resoluciones.
Cuando lidiamos con nuestra culpa sintiendo remordimiento, hay una inquietud interna que no nos deja en paz luego de haber hecho algo malo. Es tal la angustia que hasta nos asombramos y llenamos de ansiedad. Pensamos: “yo no soy así, ¿por qué hice eso?” Y la razón por la que pensamos de esa manera, es que tenemos una muy buena idea acerca de nosotros mismos.
Después de todo, no somos tan malos, ¿o sí? Nuestra conciencia nos zumba todo aquello que hemos hecho mal y, en el mejor de los casos, nos lleva a buscar reconciliación.
Por otro lado, cuando no nos llenamos de remordimiento, estamos listos con las resoluciones. ¿Qué es lo que hay que hacer para arreglar las cosas? ¿Bajar el cielo con las manos? ¡Ya mismo! No es sino que me nombren lo que se requiere y ahí voy a estar. Fatigados, no hallamos descanso. Ni por una vía ni la otra. Nuestros esfuerzos se desvanecen como si no estuvieran llenos de todo nuestro mejor empeño y anhelo agonizante por estar bien. Pero la culpa se arraiga cada vez más profundamente. Si no nos lleva a la amargura y a una vida miserable, nos lleva a lo que es peor, una vida con una conciencia encallecida y dura.
La culpa es un peso que no se puede remover y una marca que no se quita. Una voz que no se calla y que hasta nos define: “Tu eres…eso. Y lo serás toda la vida. Nada más”. Luchamos y
luchamos por no ser “eso” pero lo hacemos en vano, porque aun nuestros mejores esfuerzos no pueden borrar el mal. No pueden cambiar lo que hicimos. Nada puede lavarnos y hacernos de nuevo. ¿O sí? La Biblia nos cuenta que solo hay una persona que puede hacerlo.
Dios, desde el principio, cuando Adán y Eva pecaron contra él y contra ellos mismos, les mostró el camino para lidiar con su culpa y vergüenza, porque si no lidiaban con la culpa a la manera de Dios, ella dañaría todo el curso de sus vidas. Pero no solo lo hizo con Adán y Eva, Dios ha provisto un camino de perdón, reconciliación y restauración durante toda la existencia de la humanidad. A su pueblo Israel le dio todo un sistema sacrificial que les permitía vivir con el Dios Santo. El libro de Levítico nos habla de esto. De todo aquello que era necesario para que Israel, el pueblo escogido por Dios, pudiera convivir con un Dios que no puede convivir con el pecado y el mal. Como Israel no cumplió con los requisitos justos del pacto de Dios, necesitaban, con urgencia, un medio de expiación. Es decir, un medio que borrara sus culpas delante de Dios. De no ser así, ellos no podían ni siquiera aspirar a vivir cerca de Dios. El contacto entre un pecador y el Dios santo daba lugar a la muerte. Entonces, porque los judíos hacían lo que es malo ante los ojos de Dios, es decir, pecaban, Dios les enseñó a hacer expiación por sus pecados a través de un sacrificio animal. Todo esto con un fin: Él ser su Dios y ellos su pueblo, y habitar juntos. Después de que Dios sacó a Israel de Egipto y ellos construyeron la tienda de reunión o el tabernáculo, que era el lugar donde estaba su presencia, ellos debían ser santos y cada día hacer sacrificios.
No había un solo día en el que Israel no tuviera que sacrificar, no solo un animal, sino varios.
Todos los días había derramamiento de sangre. Todos los días se tomaba la vida de un animal
en lugar del pecado del pueblo. Por la mañana y en la tarde, mínimo. Se degollaban y se
quemaban. Se degollaban y se quemaban. Siempre tenía que haber un sustituto. Un animal que asumiera la culpa de los israelitas. Todos los días. Todos los días. Cada día sin falta se rociaba sangre. Las personas imponían sus manos sobre el animal y ponían sus culpas sobre él. ¿Cuál era la consecuencia para el animal al que se le cargaban las culpas? La muerte. Todos los días había que sacrificar un animal. Todos los días habían pecados que necesitaban ser perdonados. Sin embargo, había un día especial en el que no solo habían más muertes de animales, sino que el sumo sacerdote podía entrar a la presencia de Dios. Si bien Dios habitaba en medio de ellos, nadie tenía acceso pleno a la presencia de Dios. Nadie podía acercarse al Santo de Israel sin morir. Solo el sumo sacerdote. Y bajo condiciones altamente estrictas: Solo una vez al año y con instrucciones muy específicas. Dios habló a Moisés estas instrucciones y le dijo muy claro que, de no seguirlas, Aarón, el sumo sacerdote del momento, moriría. Ese día, en el que Aarón podía entrar al lugar santísimo —lugar que separaba a todas las personas de la presencia de Dios— se llamaba el día de expiación. Dios les dijo:
Y esto tendréis por estatuto perpetuo: En el mes séptimo, a los diez días del mes, afligiréis
vuestras almas, y ninguna obra haréis, ni el natural ni el extranjero que mora entre vosotros.
Porque en este día se hará expiación por vosotros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová. Día de reposo es para vosotros, y afligiréis vuestras almas; es estatuto perpetuo. (Levítico 16:29-31)
¿Dios, el ofendido borraba las culpas de su pueblo? ¿El tres veces Santo perdonaba el pecado? ¿Dios? ¿No es él la persona que está en un tejado lista a condenarme por lo que soy y he hecho? ¿Dios perdona los pecados sin ningún tipo de esfuerzo nuestro? ¿Todavía lo hace hoy?
En el día de la expiación Dios le permitía al sumo sacerdote entrar a su presencia y ofrecer un novillo y un macho cabrío. Ambos tenían que llevarse detrás de la cortina a la presencia de Dios. Y Dios aceptaba este sustituto, por el sumo sacerdote y su familia, y por el pueblo. Dios estaba dispuesto a no condenarlos a muerte por sus pecados. Estaba dispuesto a aceptar la muerte de un animal. No solo dispuesto, anhelante. Amaba su pueblo, quería vivir con él. Pero su justicia tenía que ser satisfecha con un sacrificio, cada vez.
Dios los perdonaba cada día con cada sacrificio, y una vez al año los limpiaba de sus culpas,
transgresiones y pecados. Y aunque es Dios quien tomó la iniciativa, Israel necesitaba
responder de cierta manera: con fe y arrepentimiento. Todo el sacrificio de expiación lo hacía un solo hombre por miles más. Ellos no tenían que hacer mucho, Dios aceptaba el sacrificio y los perdonaba. Pero el proceso del perdón conllevaba afligir el alma: arrepentirse. Cambiar de pensar y de dirección. Dolerse el corazón, ya no con remordimiento sino con honestidad delante del Dios que los amaba y quería limpiarlos. Y finalmente requería de fe: creer que Dios aceptaba ese sustituto y que quedaban limpios de TODOS sus pecados delante de Dios.
Pero Dios no solo les pidió sacrificar algunos animales una vez al año, también les pidió
presentar un macho cabrío vivo, sobre el cual el sumo sacerdote confesaba todos los pecados de Israel. Ese macho cabrío cargaba con esas culpa y era soltado lejos, en un desierto inhabitado. Otra imagen más de lo que Dios estaba dispuesto a hacer: no solo tomar otra vida, sino llevarse lejos, muy lejos de su vista, todo aquello que habían hecho.
Este macho cabrío que cargaba con sus culpas y todos los otros que fueron asesinados por el pecado apuntaban a Aquel que llamaron “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”(Juan 1:29): Jesús. Dios pasó por alto los pecados en ese tiempo, aceptando la sangre de animales que no podían limpiar por completo sus pecados, pues de ser así habrían dejado de ofrecerlos en algún momento, para luego, en el tiempo que él así consideró, entregar a su único Hijo Jesucristo. Para ahora sí, cancelar la deuda de nuestro pecado por completo y para
siempre.
Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los
mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos atestigua lo mismo el Espíritu Santo; porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con ellos. Después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré, añade:
Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones (Hebreos 10:11-17).
Dios llamó a Israel a creer en él y a hacer estos sacrificios con la confianza de que Dios los
perdonaba. Hoy, Dios nos llama otra vez al arrepentimiento y la fe, ya no en la sangre de
animales, pero la en la de su Hijo Jesucristo, quien se entregó como ofrenda por el pecado, no solo para que el Padre pudiera perdonarnos, sino también para purificarnos de una conciencia culpable y hacernos nuevos por su Espíritu Santo. Y como si esto ya no fuera suficiente, Dios nos da acceso pleno y libre a su presencia, sin morir. Estas son muy buenas noticias.
El evangelio es la buena noticia de que hubo un hombre, que era Dios, que se entregó como sustituto por nuestro pecado. Que entregó su vida y cargó con nuestros pecados para que pudiéramos ser perdonados, limpiados y hechos nuevos, habitados por el Espíritu de Dios mismo para ahora hacer buenas obras; para poder arrepentirnos y confiar una y otra vez, hasta que él vuelva, pero confiando en un solo sacrificio perfecto que nos hace aceptos delante de Dios.
¿Y tú, sigues cargando tus culpas? Confiésalas a Cristo, él ya las cargó por ti y murió en tu
lugar. Arrepiéntete y cree esta buena noticia. No vivas más como huérfana errante, Dios te
perdona y no te condena.
Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de
Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura (Hebreos 10:19-22).
Acerquémonos.