No hay nada peor que un asesino invisible. Ese que está en medio de una población y la ataca de tal manera, pero es tan sutil que la población no se percata ni se da cuenta del gran mal que hace en medio de ellos.
¿Qué haces si sabes que hay un asesino invisible que está merodeando a tu familia, que puede atacar a tus hijos, a tu esposo, o a ti? Pues estar alerta, tratar de conocer cómo opera, conocer sus efectos y cómo es posible librarse de él.
Ese, precisamente, es uno de los temas que el Dios Santo, el rey que ha hecho una alianza con Israel, expone en el libro de Levítico: un enemigo silencioso, uno que ya moraba en el corazón de Israel, pero uno que debía ser descubierto, confesado y tratado: el pecado.
En Levítico 19:1,2 el Señor le ordenó a Moisés que hablara con toda la asamblea de los
israelitas y les dijera: Sean santos, porque yo el Señor su Dios soy santo. Pero, Israel,
claramente había dado pruebas suficientes de su corazón pecaminoso, rebelde e idólatra. Es decir, ya Israel había demostrado que estaba lejos de vivir la vida santa que el Señor le
ordenaba vivir.
Cuando leas el libro de Levítico encontrarás repetidamente esta expresión: “cuando alguien
peque”. Por ejemplo, Levítico 4:1 dice: “Cuando alguien viole inadvertidamente cualquiera de los mandamientos del Señor e incurra en algo que está prohibido, se procederá de la siguiente manera: Si el que peca” y en el verso 13 vuelve a decir “si la que peca”, verso 22 “si el que peca”, verso 27 “si el que peca”; Levítico 5:1 “si alguien peca”; noten entonces que Dios, en medio de las leyes, les repetía una palabra que ya era una realidad para Israel, y que, por lo tanto, necesitaba reconocer como un asesino de la santidad: el pecado.
El pecado no era un asunto de la imaginación, o algo que llegaría después para interponerse entre la relación del rey y su pueblo, ¡no!, ya el pecado era una realidad inherente que distanciaba, lastimaba, dañaba la relación, la comunión con su rey, y la obediencia a sus preceptos.
Según Levítico, el pecado era una violación a la ley de Dios; era hacer algo que Dios había dicho que no se debía hacer; era cometer una falta contra lo que había sido consagrado al Señor, aunque no fuera intencional. El pecado no dejaba de serlo sencillamente porque la persona no se daba cuenta. Con todas las advertencias hechas por Dios en Levítico, le está comunicando al pueblo una triste realidad: Hay un problema entre ustedes, cuya raíz es muy profunda en su corazón, y por lo tanto, se va a exteriorizar, ustedes van a pecar.
Pero, lo lamentable del pecado es que no estaba únicamente en el corazón, ya los israelitas tenían que vivir día tras día, conviviendo con un mundo afectado, o mejor, infectado por ese mismo enemigo. Todo el tema de las impurezas que trata Levítico, no era más que el efecto de lo que dicho enemigo había hecho en el cuerpo humano y en el mundo de Dios.
Ahora luchamos con un cuerpo que desarrolla enfermedades y es vulnerable a las infecciones; por otro lado, el moho, la oxidación, entre otros, son evidencias visibles del deterioro que se hace presente después de la caída del ser humano. Con las leyes de pureza ritual y la pureza sacrificial, Dios le está dejando ver al ser humano que las cosas ahora son diferentes, que hay un mundo contaminado, que las cosas no marchan como antes; ahora la impureza hace parte de la vida del ser humano y el hombre debía ser consciente de que habitaba en un mundo impuro y lleno de pecado.
Hoy vivimos en un mundo que ha olvidado esa palabra, o mejor, la ha convertido en un
término ofensivo donde quiera que se pronuncie. Pero, por más que queramos deshacernos de ella, sólo basta montarnos en un transporte público, o siquiera caminar por las calles, para reconocer que caminamos en compañía del temor, porque no sabemos en qué momento podemos ser asaltadas o robadas. El mundo no es un lugar seguro.
Basta con ir a los hogares, los escenarios donde los seres humanos deberíamos sentirnos más seguros, o habitar en el vientre de una mujer, el lugar de mayor protección; para darnos cuenta que, todo alrededor es peligroso para los seres humanos.
Cuando ves todas esas realidades, sumadas a las enfermedades y el sufrimiento de los seres que amamos, tenemos que decir con Cornelius Plantiga: ¡Algo no está bien! Algo no está bien cuando no puedes disfrutar de la creación donde el Señor te puso; algo no está bien cuando un joven no puede sonreír y disfrutar de los días hermosos de su adolescencia y sólo piensa en su despropósito y en hallar una salida quitándose la vida. Ese algo que no está bien, tiene que ver con el pecado y sus efectos destructivos entre nosotros.
Además, la Biblia describe el pecado dentro de cada ser humano como una enfermedad, así lo dice el profeta Isaías: el pecado es una llaga que supura, hiede; una llaga que va desde la planta del pie hasta la coronilla, una enfermedad que ha herido la cabeza del hombre y enfermado el corazón, una enfermedad que lo tiene lleno de heridas, moretones y llagas abiertas no curadas, ni vendadas ni tratadas con aceite. (Isaías 1:6) ¡Qué figura tan repulsiva, pero tan real, la que utiliza el profeta!
Nosotras le huimos a las enfermedades, porque nos parecen terribles, pero lo que ignoramos y pasamos por alto cada día desde que nos levantamos, es que ya tenemos una enfermedad, una que infecta todo lugar y persona con la que nos encontramos, pero, para nuestra desgracia, no la queremos reconocer, o si la reconocemos, no la queremos tratar.
¿Es este tu concepto de pecado? Porque entender lo que significa el pecado, es el primer paso para vivir santa que Dios demanda. Por eso Dios tenía que darle mil ilustraciones al pueblo en la vida diaria para que entendiera lo peligroso del pecado.
Hoy día cambiamos el término pecado, ahora, a violar la ley de Dios se le llama un desliz, o una fallita, o un error, e ignoramos la gravedad y asquerosidad de nuestra maldad, y como no entendemos lo aterrador que es, y sus efectos tan destructivos, sencillamente le damos unos toquecitos terapéuticos a esta terrible enfermedad.
¿Cómo aniquilamos el pecado? ¿Cómo nos deshacemos de él? Dios responde a esas preguntas en el libro de Levítico:
Lo primero que debes hacer es reconocer que eres una mujer pecadora, que hay vileza en ti y no tienes nada sano. Cada vez que un israelita reconocía su maldad, con el sacrificio, debía confesar sus pecados. Te pregunto: ¿Has hecho de la confesión de tus pecados una disciplina espiritual en tu vida? ¿Tienes a otras mujeres a las que les confiesas la maldad de tu corazón? Si no expones el pecado a la luz, él seguirá haciendo de las suyas internamente, engañándote, seduciéndote, por esa razón, necesitamos dejar de ignorar nuestro pecado y sacarlo a la luz. Hemos de tratar con nuestros pecados en los términos de Dios y no en los nuestros.
Segundo, necesitas asirte de un sacrificio. Para los israelitas, en el tiempo de Levítico, el
sacrificio era un animal degollado por el mismo pecador, su sangre debía ser derramada en el altar, para que la muerte de ese animal reemplazara a muerte del pecador. No había excusa en Israel para que ellos no trataran con sus pecados, aun a los más pobres, Dios les dio alternativas para tratar con su pecado.
Hoy día tampoco hay excusas, nadie tiene excusa. Dios no ha cambiado, sus preceptos no
cambian. Si no hay sangre sustitutiva, entonces habrá muerte. Gracias sean dadas a Dios
porque por Cristo, hoy, tú yo podemos asirnos de Cristo, sacrificio perfecto, quien derramó su sangre por nosotros. Necesitamos hacer lo mismo que hacían estos israelitas, venir a Cristo,
poner las manos sobre el sacrificio y confesar cada uno de nuestros pecados por nombre
propio.
Tercero, Necesitas la mediación de un sumo sacerdote que haga expiación por ti. Cristo es
sumo sacerdote y sacrificio al mismo tiempo. Él es el mediador que da el rescate que necesitas.
No importa cuáles sean tus pecados, corre ahora mismo a Cristo: tu sacrificio, tu sumo
sacerdote, confiesa tus pecados y recibe la limpieza para la vida santa que Dios nos pide.