Hubo relámpagos, truenos, una densa nube, un monte que se sacudía y echaba humo, y la
presencia misma del Dios vivo. Así se dio a conocer Dios, el Señor, a Israel. A unos esclavos
muertos de hambre, maldad, miedo y queja.
Pero esta no era la primera vez que ellos lo veían obrar. Ya Dios les había mostrado su poder
antes, cuando enjuició a Egipto con sus plagas y cuando había abierto el mar y ahogado a todos los servidores del Faraón en sus aguas, cuando guio a estas personas con una columna de humo y de fuego a través del desierto, cuando hizo que del cielo cayera maná y cuando les dio agua donde no había.
Israel había visto a este Dios en todo su esplendor, lo había temido y creído en él. Tres meses después de haber sido librados de años de servidumbre, Dios les dijo: “Ustedes son testigos de lo que hice con Egipto, y de que los he traído hacia mí como sobre alas de águila” (Éxodo 19:4) y también les dijo que si cumplían su pacto, ellos serían su propiedad exclusiva. A lo cual ellos aceptaron con su boca (Éxodo 19:8).
Dios le ordenó a Moisés ayudar al pueblo a prepararse para, ahora sí y con lujo de detalles, ya no solo ver las obras grandes de este Dios, sino encontrarse con Él en el monte Sinaí. Así que allí, en medio del espectáculo de truenos y relámpagos, vieron la gloria de Dios. Y, desde el monte, Él les habló:
“Yo soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país donde eras esclavo. No tengas otros
dioses además de mí. No te hagas ningún ídolo, ni nada que guarde semejanza con lo que hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en la tierra, ni con lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni los adores. Yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso”. (Éxodo 20:1-5)
Al terminar de hablar estos mandamientos, los cuales aterrorizaron a Israel, Dios, con mucha paciencia, volvió a decirles, esta vez a través de Moisés, para que no tuvieran miedo: “Ustedes mismos han oído que les he hablado desde el cielo. No me ofendan; no se hagan dioses de plata o de oro, ni los adoren”. (Éxodo 20:22-23).
Después de aclararles lo que implicaba estar en relación con Él, Dios llamó a Moisés a subir al monte con otras personas. Antes de subir, Moisés les comunicó todas estas cosas al pueblo, las dejó por escrito y ellos aceptaron. Incluso, antes de irse al monte, les leyó el pacto nuevamente y les dio instrucciones claras de que lo esperaran y, de que en caso de que necesitaran algo, podían acudir a Aaron y a Jur.
Moisés se quedó 40 días en el monte, y el pueblo, al ver que no regresaba, le pidió a Aaron que les hiciera un dios que marchara delante de ellos. Aaron accedió y esculpió, con el oro que Dios le había regalado cuando eran esclavos, un toro. Y dijeron: Israel, ¡aquí tienes a tus dioses que te sacaron de Egipto! Lo adoraron, le ofrecieron sacrificios, comieron, bebieron y se entregaron al desenfreno.
¡¿Qué?! ¡¿Por qué?!
¿Por qué Israel se hizo un toro de oro, lo adoró y lo consideró su dios después de haber visto al Dios real darse a conocer, alimentarlos, cuidarlos, salvarlos, bendecirlos, hablarles y hacer un pacto con ellos?
No hubo razones ni excusas, no hubo ninguna carencia, ausencia o falencia de parte de Dios ni de su mediador. No faltó información, ni milagros, ni demostraciones. No les faltó comida, ni vida ni salvación.
¡Tenía que haber alguna razón!
Excepto que no la había. No había razón más allá de esta: Eran por naturaleza idólatras. Estaba en su ADN. No podían hacer absolutamente nada para cambiarlo. Lo que vieron, oyeron y dijeron no fue suficiente. Su corazón era duro, idólatra e incapaz de amar a Dios. Israel no podía cumplir el pacto que hizo con Dios. De hecho, nunca lo cumplió.
Pero Dios… que es compasivo y rico en misericordia, les dio un mediador que, después de
cometer semejante pecado y romper para siempre el pacto con Dios, rogó que los perdonara. Moisés estaba conmovido por el pecado del pueblo y bien sabía que Dios tenía todo el derecho de acabar el pacto y destruirlos, pero él le rogó y Dios los perdonó, aunque trajo consecuencias por su pecado.
¡Qué pueblo tan terrible ese Israel!, pensamos.
¡Qué ingratitud y qué locura!
Pero tal como ellos, somos nosotros. Quizás no nos hacemos un toro de oro, pero sí adoramos otros dioses no tan visibles como la comodidad, la salud, un esposo, los hijos, el trabajo o el estatus. Padecemos la misma miserable condición que casi acaba a Israel: el pecado.
Rechazar al Dios paciente que nos amó, y que quiere estar con nosotros para irnos a adorar
dioses irrisorios y falsos es nuestro pan de cada día. Nosotros no tenemos más esperanza sino que Dios, ese Dios que rescató a Israel de la esclavitud, nos rescate también a nosotros.
No hay cura para la idolatría sino Dios mismo. Dependemos desesperadamente de que Dios nos de un corazón nuevo, nos haga desde cero, nos restaure y enseñe. Que nos saque de la prisión de nuestros corazones. ¡Que obre un milagro! Que él mismo haga por nosotros lo que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos. Si no es así, nosotros no tenemos esperanza en esta vida y podemos contarnos entre los que caminan hacia su propia destrucción.
¡Qué dolor no poder amar a semejante Dios tan precioso, puro y perfecto! ¡Qué locura!
Un capítulo después de que Israel rompe el pacto con Dios, Él le dice a Moisés que ellos son un pueblo terco, duro de cerviz y digno de destrucción, por lo cual ya no estaría más con ellos. Al oír estas palabras demoledoras, el pueblo lloró. Pero Moisés volvió a interceder: “Si tu no vienes con nosotros ¿Cómo vamos a saber tu pueblo y yo que contamos con tu favor? ¿En qué seríamos diferentes de los demás pueblos de la tierra?” (Éxodo 33:16).
Buenas noticias: Dios decidió seguir caminando con ellos y ser su Dios.
Más aún, años después, se dio a conocer en carne y hueso en Jesucristo, como lo testificó un hombre llamado Juan: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos
contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.” (Juan 1:14). Ya no entre relámpagos y humo, pero en la vida del único hombre perfecto que dio su vida por los pecadores en una cruz.
Al Jesucristo hacerse hombre, morir y resucitar, Dios hizo posible lo que todo ser humano,
incluido Israel, necesitaba: no solo el perdón de nuestros pecados, sino el ser hechos de nuevo con un corazón de carne. Uno que ahora sí pudiera amar a semejante Dios. O al menos pudiera anhelar hacerlo aunque todos los días nos tropezáramos intentándolo.
Por la obra de Cristo y el poder del Espíritu Santo, Dios habilitó la posibilidad de que fuéramos creados de nuevo. En Cristo se dio inicio a la profecía de Jeremías de que Dios nos daría un nuevo corazón y su Espíritu, y que, finalmente, como él anhelaba desde el principio, Él sería nuestro Dios y nosotros su pueblo.
Este Dios, el Señor, fue y es fiel para con los pecadores que no podemos alcanzar el estándar establecido por Él.
Entonces, regresando a la historia de truenos y relámpagos, podemos preguntarnos, para
concluir:
¿Qué esperanza tenía Israel y tenemos nosotros de no perecer en la idolatría, de no ser
destruidos, de recibir el favor de Dios y obedecerle?
Solo Jesucristo.