¿Alguna vez has conocido a una persona que con solamente verla te hace sonreír?
Así es mi amiga.
Ella me ayuda a ver la vida desde otro lado del prisma, y cuando me invade una marea de seriedad, me invita a escuchar al impetuoso viento que zarandea con su danza alegre los árboles, acompañantes silentes de mi cotidianidad. Así es ella, partidaria del gozo como única elección para vivir.
Pasó un largo tiempo desde que nos vimos por última vez, pero esto no impidió volvernos a fundir en un cálido abrazo de hermanas del alma.
Entre tazas de café humeantes y otras delicias más, fuimos adentrándonos en una particular charla donde me narraría una anécdota que cambiaría para siempre su forma de relacionarse con su Señor y amigo Jesús, su forma de ver el servicio en amor para Él, y para todo cuanto la rodea.
Ella tuvo que mudarse a un lejano lugar. Dejar atrás todo lo que le era familiar para enfrentarse con esa nostalgia dulzona que traen consigo los cambios inesperados.
Y entre tanta confusión, solo anhelaba encontrar un tibio asilo para su corazón.
Alguien que le diera un cálido abrazo, o simplemente la escuchara sin el swing feroz de los tacones de la prisa.
Distante de todo lo que le era conocido, y hambrienta de colores, comenzó a merodear por el oscuro, peligroso y denso bosque de la solitaria introspección.
Su voz se puso algo tensa cuando me relató: «Comencé a experimentar sentimientos que no sabía, eran huéspedes oscuros instalados hace varias temporadas en mi corazón, repletos de un repertorio de insignificancias. Comencé a desviar mi mirada de Jesús para ponerla en mis temores. Y mi mochila de inseguridades comenzó a pesarme cada vez más».
Y mientras continuaba dibujando con palabras su historia de soledad, desánimo y frustración, vi cómo sus lágrimas se deslizaban por sus mejillas como cuando llueve a rayitas. ¡Pero qué va, ella no sabe llorar! porque después de dejar caer unas cuantas lágrimas, suelta una carcajada que lo resuelve todo ¡como si no hubiera mañana!
Después de pasar un buen tiempo de largas caminatas e interminables charlas bajo el sol de los mil destellos en compañía de su amigo íntimo Jesús, comprendió que Él tenía algo en mente. Intuía que quería enseñarle una nueva lección.
Sabía que la invitación que ahora le hacía era para volar más alto y contestar la oración que por todos los avatares del momento había olvidado ¿Dónde debo trabajar hoy querido Señor?
De pronto, todas mis aflicciones, frustraciones y debilidades cobraron sentido, -continuó- se volvieron mi fortaleza.
Recordé mi insistente oración y mi anhelo de ofrendarme a los necesitados de capa, guantes y sombrero, que, aunque aparentemente lucen bien, sus corazones languidecen como los sonidos sombríos de la música callada.
Así que pensé -continuó con su relato- quiero convertirme en una especie de heroína oculta de la cotidianidad.
Una especie de heroína ¡ordinaria! -me explicó con serenidad- y haciendo una prolongada pausa sacó del bolsillo de sus jeans un pequeño y ajado trozo de papel ya amarillento, perfumado por el aroma del tiempo, y leyó:
«Aunque era Dios,
no consideró que el ser igual a Dios
fuera algo a lo cual aferrarse.
En cambio, renunció a sus privilegios divinos,
adoptó la humilde posición de un esclavo
y nació como un ser humano».
Filipenses 2:6-7
¿Lo ves tan claro como yo?, me preguntó muy seriamente.
Jesucristo se hizo completamente un «ordinario» para darse a conocer a nosotros, simples ordinarios, y todo por amor.
Sirvió en los lugares más simples y ordinarios que hacían parte de su cotidianidad. Tuvo encuentros grandiosos con personas grandiosas del común.
Desvió su camino para escuchar con la ternura de un corazón en calma a la desesperanzada mujer samaritana.
Ahora soy más libre. ¡Aprendí a mirar!, me explicó con una amplia sonrisa que iluminaba todo el lugar. Ahora quiero llenar el aire con cantos de gratitud.
¡No hay un trabajo lo suficientemente insignificante para que una «ordinaria del Reino como yo, no pueda hacerlo!
De nuevo rio y continuó compartiéndome sus misiones cotidianas como «heroína ordinaria», totalmente llenas de vida y pensamientos vibrantes que te contagian sin pensar.
Nos despedimos esa tarde fría, citando aquel bello poema del que no recuerdo su autor, aprendido en nuestra clase juvenil de misiones, mientras caminábamos muy despacio, en sentido contrario, para proseguir con nuestra cotidianidad tantas veces desatendida y menospreciada por mí:
«Dónde puedo trabajar hoy querido Señor?
-Comenzamos a recitar aquel bello poema-
Él respondió y dijo: ¿Ves ese pequeño lugar? Atiende ese pequeño lugar para mí.
Le respondí y dije: «¡Oh, no, no, no! nadie me vería, no verían la calidad de mi trabajo. No es el lugar para mí.”
Cuando habló, su voz era suave y amable; Él me contestó con ternura: “Pequeña, escudriña tu corazón” (gritamos al unísono);
“¿Trabajas para ellos o para mí?” (reímos esta vez más y más fuerte).
Amiga, ahora te hablo a ti. Sí, a ti querida amiga ordinaria.
¿Será posible que tu próxima gran misión se encuentre más cerca de lo que pudieras imaginar? No te pierdas esta gran aventura disfrazada de cotidianidad.
Tal vez sea tu valioso hogar. Tal vez esté barriendo en este instante su acera, anhelante de una sonrisa honesta que le comunique que puedes parar tu ajetreada agenda para escuchar.
O quizá esté cruzando la calle para ir a la tienda, o a la espera de ese helado prometido. O esté sentado hace horas en la banca del parque esperando contar una vez más la historia sobre sus impetuosos bríos de juventud.
¡No lo sé! Pero sería un regalo con olor a cielo si pudieras ofrendarte generosamente y de manera creativa en este nuevo año de posibilidades multicolores.
Espera…creo que ya te debo dejar porque mi misión cotidiana acaba de entrar por esa puerta…presiento…mmmm será un tiempo…naturalmente… ¡Sobrenatural!
Diana Ruiz, esposa, profesional en artes escénicas. Sirve al Señor junto a su esposo en el ministerio artístico desde hace veinte años.