Siento una tremenda admiración y una especie de conexión profunda por quienes andan por la vida sin tanto filtro, seguros de su identidad en Cristo.
Hace poco tuve la oportunidad de pasar un valioso tiempo con una amiga misionera de “hueso colorado” como le digo de cariño.
De esas guerreras curtidas por tantas experiencias del “Reino”, que te hacen saltar de tu sillón con cada cosa que te cuentan sobre el mover poderoso de nuestro amado Jesús.
Pero esta vez nuestro encuentro sería diferente. La gran misionera y mujer de Dios, sazonó las frutillas de nuestro delicioso desayuno con sus lágrimas. Lágrimas que abrirían el camino al descanso de su corazón, que, sin saber en sí la causa, languidecía desde hace algún tiempo.
Recuerdo que me dijo en un tono de voz casi imperceptible: “tengo la sospecha que empecé a morir lentamente cuando comencé a trabajar muy duro para edificar el “Yo” que pensé debía ser, y no el “yo” para el cual Dios me creó.
Guardó silencio por unos segundos, entonces continuó: estoy agotada de fingir ¡Y nuevamente acarició su alma con aquel bálsamo liberador de lágrimas y más lágrimas!
Y ahí estaba yo, como una privilegiada espectadora de uno de los momentos más sublimes llenitos, llenitos de gracia. Una imagen poética digna del mejor pintor. Una hijita de Dios en su estado más noble y vulnerable en profunda fragilidad.
Después de esta dulce experiencia, agradecí al cielo por ejemplos de vida como éste, que sin duda alguna sacuden y retan mi corazón.
También agradecí a papito Dios, por dejarme descubrir un nuevo sabor: ¡frutillas a la lágrima! Una excelente receta que le hará bien a tu alma (con slogan y todo).
Y hablando en serio, después de todo esto, confieso, me queda una pregunta que aun ahora en esta madrugada mientras escribo, sigue rondándome y exige ser contestada: si Jesús nos mostró sus heridas ¿por qué nos esforzamos tanto en ocultar las nuestras?
Esta pregunta también me lleva a reflexionar sobre estos bellos versos de la palabra, donde se nos recuerda una y otra vez la necesidad de alentarnos “los unos a los otros”(1a. Tesalonicenses 4:18 y 5:11), confesar nuestros pecados “los unos a los otros” orar “los unos por los otros” para que seamos sanados (Santiago 5:16).
Y como bien lo expresa Michael Morgan “El dolor no es pecado, no es en sí mismo vergonzoso. Por el contrario, lejos de ser evidencia de nuestro fracaso, el dolor que llevamos por dentro es, en realidad, una evidencia de esperanza”.
Quizá la mesa ya está puesta para ti hoy, y la honestidad hace varias lunas que te espera ¿acudirás a su deliciosa invitación?
Diana Ruiz, esposa, profesional en artes escénicas. Sirve al Señor junto a su esposo en el ministerio artístico desde hace veinte años.