Mientras crecía en la casa de mis padres, cada vez que perdía algo o estaba buscando por toda la casa una camisa en particular, las tijeras para hacer una tarea, aquel libro que recordaba haber comenzado a leer y ahora no hallaba; mi mamá decía una frase que colmaba mi paciencia y me hacía sentir culpa, porque era cierto, yo lo sabía, pero no lo cumplía y por eso estaba justamente en aquella situación, buscando caóticamente por todas las habitaciones un pequeño objeto y dejando a mi paso una estela de caos. Aquella frase poderosa era “un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. Parecía simple: si cada objeto tenía un lugar y siempre lo dejaba allí, siempre lo hallaría y no habría desorden.
Pero en este artículo no hablaremos sobre estrategias para tener una casa en orden, hablaremos de cómo tener una familia en orden. Como cristianas entendemos que no existe tal cosa como una vida secular y una vida religiosa, pues Dios es soberano y Señor de todo, así que su palabra es útil, es veraz y es necesaria en cada aspecto de nuestras vidas. Coincidimos también los creyentes en que vivimos en un mundo urgido de la redención, en el que hay dolor y pecado y por esto no hay familias perfectas. Los miembros de cada familia somos todos creados a la imagen de Dios, pero caídos; todos necesitamos a Cristo como salvador, y puesta nuestra confianza en Dios, por su gracia, somos todos hermanos en la fe.
Dicho esto, y entendiendo que no existen familias perfectas, sí podemos reconocer que Dios tiene un plan perfecto para ellas. Sus instrucciones son claras y le asigna un lugar a cada miembro en el que garantiza el cuidado, el amor, la instrucción, la provisión y el bienestar de cada uno. En mi propia vida y acompañando a algunas mujeres, he podido notar como el alterar este orden y desconocer nuestro propio papel acarrea mucho dolor y sufrimiento.
En Efesios 5 versículos 21-33 y capítulo 6 versos 1-4 encontramos esta porción: “Someteos unos a otros en el temor de Dios”. Este texto nos habla de sujeción de unos a otros, para que nadie se sienta superior a nadie, y nos invita a relacionarnos humildemente con nuestra familia, acudiendo a ella cuando necesitemos ayuda, consuelo, oración, guía e instrucción.
Luego encontramos la siguiente instrucción: “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo”.
Esta instrucción es para las esposas. Aquí empezamos a ver ese orden de Dios. El mandato para nosotras las esposas radica en sujetarnos a los esposos como al Señor, es decir, confiadamente. ¿Significa entonces que el esposo es superior a la esposa? En ningún momento es lo que está diciendo el apóstol Pablo. Nuestra cultura ha malentendido el término de la sumisión. Sumisión no es obediencia ciega, no es servilismo de segunda clase, no es inferioridad o falsa humildad, no es debilidad ni indecisión. Sumisión es el mandato que Dios da a la esposa de confiar en el liderazgo de su esposo y afirmar los dones que el Señor le ha dado y ser una ayuda adecuada con los dones que ella misma ha recibido. Sumisión es estar bajo autoridad y estar dispuesta a respetar y honrar esa autoridad que Dios ha puesto en el hogar.
Ahora, si te parece un desafiante mandato, debemos seguir analizando el texto y ver que a los esposos Dios les asignó una gran responsabilidad sobre sus hombros. Si quieres conocer sobre esa responsabilidad, en un próximo artículo terminaré de hablar sobre este misterio en la familia.
Apasionada por compartir a Cristo.