Hace exactamente 24 años nació nuestro primer hijo. Fue en un mes de abril cuando el Señor empezó a repartirnos su herencia en casa. Dos años después llegó otra parte de esa herencia, también en el mes de abril, y, por último, dos años después, en enero, llegó el último de los envíos. En total, Dios nos envió como herencia tres hijos, y con ellos, el regalo inmerecido la maternidad.
Debo reconocer que he sido la clase de mamá que como en la película de Nemo, quisiera prometerles a los hijos que no les pasará nada. Siendo honesta, eso es lo que he anhelado en mi corazón, entendiendo claramente que este mundo caído no funciona así, y que, si no les pasara nada a ellos, sus vidas serían tremendamente desperdiciadas y se perderían la bendición de experimentar la bondad de Dios en cada proceso vivido.
Cuando le dio la primera fiebre a mi hijo mayor, sentí desfallecer; después nuestra hija fue diagnosticada con una enfermedad que requería una cirugía compleja y otra vez, sentí morirme, pese a que en ese tiempo Dios milagrosamente la sanó sin necesidad de cirugía. Con el tiempo, llegaron otros dolores de la maternidad, como ver a los hijos salir de casa para cumplir sus sueños. Si bien me he alegrado con esas decisiones, no han dejado de afectar mi corazón.
En este tiempo, y de manera espontánea, llegaron a la vida de nuestro hijo mayor tres colapsos pulmonares en menos de 30 días, acompañados de sus respectivas cirugías. La angustia vivida en esos días fue calmada por la oración de muchos, el apoyo de la familia y sobre todo la esperanza y el consuelo del Señor en su palabra y en los tiempos de intimidad con él. En los instantes en que creía que el dolor me consumiría completamente, experimenté el poder de su palabra dándome las fuerzas que necesitaba. En uno de esos momentos, el Señor me llevó a la profecía que Simeón le dio a María, cuando Jesús, siendo un bebé, fue llevado por sus padres al templo. Simeón le dijo: “Y a ti María, esto te hará sufrir como si te clavaran una espada en el corazón” (Lucas 2:35). No me alcanzo a imaginar lo que María sufrió al ser testigo de los padecimientos de Jesús y al ver cumplida esa profecía con la muerte cruenta de su hijo en una cruz. Sus ojos vieron todo el sufrimiento, pero María desde la anunciación del ángel, supo que el nacimiento y la muerte de su primogénito sería parte del plan redentor de Dios para la salvación de la humanidad; y aun su sufrimiento tenía un propósito eterno. En medio de ese intenso dolor, Dios le dio a María las fuerzas suficientes para resistir tal angustia.
Nunca podré comparar mi dolor con el de María, pero sí puedo decir al igual que ella, que soy testigo de la gracia y misericordia de Dios para socorrerme en los momentos en que el dolor por mis hijos ha sido intenso.
No sé cuál sea la espada que hoy atraviesa tu corazón; puede ser un hijo enfermo, adicto, lejos de casa o lejos de Dios. No sé qué estás viviendo como mamá, pero lo que sí sé es que en medio de los desafíos que vivimos como madres, podemos recibir la misericordia del Señor y su poder para que nuestra fe no falte. Anhelo que mientras Dios, en su soberanía, cumple sus propósitos eternos en la vida de nuestros hijos, aun en medio del sufrimiento tu confianza y ánimo no desfallezcan y veas su poder sosteniéndote.