Aquella fue una noche fría y oscura, como lo es la noche de una traición. Estábamos juntos en cercanía, en intimidad, siendo uno solo con mi maestro. ¡Qué maestro! Bastaba una mirada suya, un gesto, una palabra y todo cambiaba dentro de mí. Mi corazón ardía cuando estaba cerca de él; escucharle enseñar hacia sucumbir los pensamientos y las emociones más profundas de mi ser. Por eso, podía asegurar con veracidad que lo daría todo por Jesús.
Hasta que llegó esa noche: los traidores se llevaron a mi maestro. Cuando lo prendieron, mi corazón empezó a palpitar muy fuerte y me sentía impotente; un temor inmenso comenzó a invadir mis entrañas y una nube de oscuridad nubló mi mente. Lo único que pude hacer fue correr tras Él y vi cómo se burlaban, vi maldad en los rostros de sus angustiadores y a Él lo vi en silencio, como un cordero. Lo único que pensaba era que si a mi maestro lo llevaban a la muerte ¿qué me esperaba a mí? No sabría cómo enfrentarlo, pues me di cuenta de que no tenerlo a mi lado hacía que la vacilación y la incredulidad devastaran mi corazón.
En medio de mi miedo, angustia y torpeza, lo negué. No una, ni dos, sino tres veces. Varios me preguntaron si era uno de sus discípulos y sin vacilar respondí: No lo soy. La tercera vez que lo negué, respondí con rabia y luego el gallo cantó. Al instante, recordé las palabras de mi maestro: “Antes de que el gallo cante, me negarás tres veces” (Marcos 14:30).
Una agonía se apoderó de mí. Era verdad, yo, Pedro, el que caminó por el mar en su fuerza, el que lo vio transfigurarse, el que repartió canastas de panes y peces, el que se sentó a escucharlo, lo había negado. No fui capaz de enfrentar a los enemigos, no pude hacer nada mi maestro. No era tan fuerte como pensaba. Mis promesas de darlo todo se habían convertido en hojarasca que el viento recio se llevó. Sentí tanta indignación, asco conmigo mismo, decepción. ¿Por qué no hice nada? ¿Por qué fui tan incapaz?
Recuerdo esa escena como si fuera ayer. Este evento me enseñó algunas lecciones sobre la fe:
En primer lugar, jamás podría salvar a mi maestro, porque fue Él quien me salvó. No podía darle nada, ni mis mejores intenciones serían suficientes. Él claramente me lo había dicho: “El hijo del Hombre vino a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Comprendí que yo era uno de esos perdidos. ¿Cómo podía salvar al salvador? Ese es un ridículo y absurdo pensamiento. Jesús me demostró su poder y suficiencia aun en la manera como enfrentó esos momentos. Ese día lo vi como un poderoso salvador.
En segundo lugar, aprendí lo arrogante que es mi corazón, lo ligeras que son mis palabras y lo frágil que soy en realidad.
En tercer lugar, las palabras del evangelio quedaron grabadas para siempre: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo” (Juan 13:8). El evangelio se trata de recibir su gracia en todo lo que Él ha hecho por mí.