Mas el justo por la fe vivirá (Romanos 1:17)
Quiero que comencemos este texto teniendo en cuenta una verdad: la iglesia es de nuestro Señor Jesucristo. Él la conformó, la santifica, pagó el precio por ella, la redime, la protege y la ama. No es la iglesia de tal o cual denominación, ni de este o aquel pastor, ni de un momento particular en la historia. El corazón de los reyes es como canales de agua en las manos de Dios, dice el salmista. A lo largo de la historia, muchas personas han depositado su fe completa en Jesús, y Dios ha reinado sobre lo que sucede con su iglesia desde el principio y lo hará hasta el final. Por lo tanto, tanto el Padre como el Hijo y el Espíritu Santo están dirigiendo el curso de la historia para su gloria y para cumplir su palabra. Una vez que esto queda claro, hablemos de lo que nos atañe en esta ocasión: la reforma protestante. Para abordar este tema, partiremos de dónde estábamos, qué sucedió en la reforma y qué significa esto para nosotros hoy.
¿Dónde estábamos?
Esto no es un curso rápido de historia; si este tema te interesa, estoy segura de que en la biblioteca de tu iglesia local o algunos ancianos pueden aconsejarte sobre por dónde empezar a estudiar. Haremos un simple repaso. Los primeros cristianos, hombres y mujeres testigos oculares de la vida en la tierra de Jesús, estaban dispuestos a morir por defender la verdad de la que habían sido testigos. Durante muchos años, fueron perseguidos, difamados y acorralados. Pedro, Pablo y los primeros apóstoles viajaron expandiendo el mensaje del Evangelio por la región del Medio Oriente, Asia Menor y Grecia. El mensaje viajó en barco por el Mediterráneo y a lomo de camello y caballo en las caravanas de los mercantes. La iglesia de Cristo prevaleció por su obra, no por la nuestra. Como en la historia de José, de Ester o de Rut, podemos ver a un Dios tejiendo en sus dedos el curso de la historia.
Así, en los años 200 a 400, se formaron comunidades cristianas, aun perseguidas, pero en constante crecimiento. Se levantaron disputas teológicas que se resolvieron en concilios como el de Nicea, celebrado en 325 en Turquía por el emperador Constantino. En este concilio se establecieron partes de la doctrina cristiana y se rechazaron algunas herejías. En el año 313, con el Edicto de Milán, también promulgado por Constantino, se legalizó el cristianismo y en 380 se estableció como religión oficial del Imperio Romano. Esto no solo puso fin a la persecución, sino que también permitió el crecimiento en gran número de nuevos fieles.
La iglesia continuó su curso; nuevos pecadores eran llamados santos por la misericordia del Padre a través de la obra de Cristo en la cruz. En 1054, hubo un gran cisma y la iglesia se separó entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, la católica de Roma y la cristiana ortodoxa oriental.
Y así llegamos al siglo XVI, cuando la iglesia era también un proyecto político que servía de contrapeso a los avances de los imperios de Oriente Medio. Europa estaba convulsionada. Tras el descubrimiento de América, el panorama político había cambiado: España se fortalecía con el oro llegado de América, Francia buscaba dónde establecer su Nueva Francia, y Portugal e Inglaterra asentaban sus colonias al otro lado del Atlántico. La imprenta de Johannes Gutenberg revolucionó la industria editorial; ahora, un libro no tardaría meses y horas de trabajo de monjes en las abadías europeas transcribiendo a mano cada letra y adornando cada página. Las ideas podían propagarse más rápidamente y el conocimiento podía llegar a quienes antes no llegaba.
Mientras tanto, el evangelio se vio desvirtuado por decisiones políticas, como el uso unificado del latín a lo largo del imperio, el poder desmedido de algunos sacerdotes y la urgencia de la iglesia por recoger dinero de sus fieles a cualquier precio, pues el papa León X estaba liderando la construcción de la Basílica de San Pedro. Fue entonces cuando nació la venta de indulgencias, y la iglesia amenazaba a sus fieles con años de sufrimiento en el purgatorio si no pagaban monedas para salir de allí, o incluso para liberar a familiares fallecidos de este lugar, que es imposible de hallar en la Biblia, si estaban dispuestos a hacer una contribución en oro o plata.
La reforma
Fue justo en este momento cuando Martín Lutero, un joven monje agustiniano nacido en Alemania, comenzó a hacer fuertes críticas a la iglesia. En 1517, publicó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, desafiando la autoridad papal y promoviendo la idea de que la salvación se alcanza por la fe, no por obras.
Esto marcó un antes y un después, pues estaba abiertamente contradiciendo la autoridad inequívoca del papa declarada en concilios anteriores. Además, estas tesis cuestionaban la práctica de vender indulgencias, argumentando que estas no podían perdonar pecados ni garantizar la salvación. Lutero destacaba que el verdadero arrepentimiento es un proceso interno y espiritual, no algo que se puede comprar. Criticaba la autoridad del papa en la remisión de pecados, sugiriendo que solo Dios puede perdonar. Abogaba por la idea de que la salvación se obtiene a través de la fe en Jesucristo y no mediante obras o rituales. Lutero defendía que todos los cristianos deberían tener acceso a la Biblia y que la interpretación de las Escrituras no debería ser monopolizada por el clero. Enfatizaba que la justicia de Dios se recibe por la fe y no a través de rituales o pagos.
Lutero también tradujo la Biblia al alemán, fomentó la alfabetización y acercó la palabra de Dios a los campesinos y a aquellos que no tenían educación o eran nobles.
Pero, ¿cómo llegó Lutero hasta aquí? No podemos señalar un solo texto que abrió los ojos y el corazón del joven monje Lutero, pero al leer sobre la reforma protestante y sus orígenes, constantemente encontramos que este pasaje de Romanos 1:17, “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”, fue fundamental. Este mismo precepto lo encontramos también en Habacuc 2:4, “He aquí que aquel cuya alma no es recta se enorgullece; más el justo por su fe vivirá”, y en Gálatas 3:11, “Y que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá”.
Así que esta comprensión de que no es por obras, sino únicamente por la fe en Jesús que el pecador es justificado, y que esta gracia es suficiente, sumada a la obra del Espíritu Santo y a la experiencia previa de fe de Lutero, permitió que una revelación cambiara de forma importante el curso de la historia en materia económica, política y, por supuesto, religiosa.
Sobre esto, escribió en su prefacio a la Epístola a los Romanos, en 1522: “La fe no es el simple conocimiento de lo que ocurrió a Cristo; es la confianza plena en Cristo que me hace vivir de acuerdo con sus enseñanzas”.
Como ustedes podrán imaginar, este proceso reformador no fue nada fácil; era un desafío a las bases del poder político y religioso de toda Europa. Pero, habiendo originado profundos conflictos, Lutero afirmó: “Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude. Amén”.
Lutero no fue el único reformador. Sus tesis reunieron el espíritu de la época, en la que otros teólogos hicieron tratados importantes y sembraron semillas de lo que vemos hoy como la iglesia actual. Se discutieron ideas profundas y relevantes sobre la fe, y fue la pluma de Juan Calvino, Ulrico Zuinglio, Juan Knox y Thomas Cranmer, entre otros, la que alimentó las ideas protestantes.
Luego de esto surgieron las guerras de religión; la iglesia romana perdió parte de su fuerza y poder político. Como respuesta, surgió la Inquisición, la Contrarreforma católica, y nuevas denominaciones, así como nuevas herejías, entre ellas los mormones y los testigos de Jehová.
¿Dónde estamos ahora?
Si estás leyendo o escuchando esto, es porque el evangelio ha llegado a ti. Muchos han entregado su vida para que esto sea posible, pero, más allá de todo, uno solo entregó su vida para salvarte, para pagar con su sangre el precio de tus pecados y para reconciliarte con Dios. Han pasado más de 2000 años en los que Dios ha sostenido su iglesia. Pero la reforma, la verdadera transformación, debe ocurrir en tu corazón, un corazón a la vez. Es el encuentro con la verdad de la Palabra lo que abrirá tus propios ojos, para que ya no puedas seguir viviendo como si tu vida fuera solo tuya, sino sabiéndote de Cristo. Hoy no tienes una, sino muchas Biblias y diferentes traducciones en tu casa; la tienes en audio, en video, en libros, comentarios, blogs, podcasts, grupos de mujeres y reuniones virtuales y presenciales. No hay excusa; la Palabra está ahí para transformarnos y llevarnos a la estatura de Cristo, y que esto se refleje en cada aspecto de nuestra vida: en cómo asumimos nuestro rol de hijas, hermanas, amigas, esposas y madres. Hoy oro para que el Señor venga una vez más a reformar nuestro corazón egoísta y nos invite a vivir para servirle.
Apasionada por compartir a Cristo.