“Todo lo contrario: he calmado y aquietado mis ansias. Soy como un niño recién amamantado en el regazo de su madre. ¡Sí, como un niño recién amamantado soy!” Salmo 131:2
Dicen quienes saben, que se trata de un cambio súbito.
Un día están llenos de ternura y te miran con ojos de admiración, acatan las recomendaciones de “no hacer”, “no ir” o “no tocar” porque confían en ti; piden autorización antes de actuar y prefieren ir llevados de tu mano a todo lugar. Un día te componen una canción improvisada llena de amor y carente de rima, que guardaste en tu corazón como un regalo del alma. Un día te regalan los mayores tesoros que pueden conseguir: ¿una piedra? ¿una flor? Ese día su único anhelo es estar a tu lado, su existencia cobra sentido con solo verte u oírte. Tienes lo mejor de ellos: su amor, su presencia, sus sonrisas, su admiración y su absoluta convicción de que tú los completas. Un día sólo te necesitan a ti para sentirse completos, seguros y felices…
Pero existe otro día. Uno en el que desconfiaron de tu esencia amorosa hacia ellos y pensaron que no deseabas su felicidad. Ese otro día dejaste de ser su héroe y pasaste a ser su enemigo. Una nueva amistad llenó su corazón y los convenció que era mejor confiar en ella que en ti. Ese otro día se levantaron sintiéndose inconformes con ellos mismos, ya no estaban seguros de su aspecto, ni de sus gustos ni de cómo amoldarse al presente o enfrentar el futuro. Ese otro día, la tranquilidad se convirtió en ansiedad, y en lugar de sentirse completos con tu presencia, empezaron a buscar algo más que definiera su identidad y, se encerraron.
A partir de ese día no volviste a recibir sus tesoros espontáneos, tan solo miradas de exasperación, impaciencia y a veces, hasta desprecio. Ya no querían oír tus palabras, ni consultar tu opinión antes de actuar; les pareciste aburrido, anticuado y aguafiestas. Encerrados en sus gustos, hicieron de su pequeño espacio una cueva impenetrable; donde parecían disfrutar de hobbies, artes y amores, pero desde donde a veces salían, sin llenar su vacío, a buscar la provisión que sigues disponiendo para ellos porque los amas. Ni aún eso te agradecían, te trataron como si fuera tu obligación y claro, exigieron más. Se quejaron. Se quejaron de que no les dabas lo mejor, no complacías sus antojos y parecías complacerte en sus limitaciones.
Fueron sus nuevas amistades las merecedoras de lo mejor de su tiempo, de sus risas, su complicidad y sus conversaciones. Ahora no te consultan a ti, tus palabras les estorban, pero a esas amistades ya les consultan todo y ¿a ti? Tan solo te dirigen breves palabras, las mínimas requeridas para pedirte ayuda.
Han llegado a creerse autosuficientes cuando aún son inmaduros, creen que no te necesitan, aunque gracias a ti y a lo que les has dado, tienen habilidades para algún arte, oficio o profesión; pero no te lo agradecen, piensan que lo han conseguido solos y se regodean en ello.
Y cuando llega tu día, el día en que debes ser celebrado, se presentan en tu fiesta haciendo mala cara, mirando el reloj con deseos de marcharse, afanados. Te dedican un saludo escueto y elusivo, no se toman el trabajo de dedicarte una palabra de reconocimiento o gratitud. Cuando hablas, se enojan, porque lo que tienes para decir no coincide con las palabras de sus amigos. Entre dientes murmuran que no los entiendes, que eres un amargado y que los avergüenzas. Se escabullen de tu presencia lo más pronto que pueden para volver a su encierro, a su música y su desorden; convencidos de que no los amas y totalmente amnésicos de ese día anterior, cuando lo eras todo para ellos.
Ahora te pregunto a ti, que lees o escuchas estas palabras: ¿has pensado que están escritas a un deshonrado padre o madre de familia? Vuelve a leerlas, porque estas líneas no describen la llegada de la pubertad ni la vivencia con un hijo adolescente, estas líneas retratan la condición de la humanidad caída y están dirigidas a Dios.
«El hijo honra a su padre, y el siervo a su señor. Pues si Yo soy padre, ¿dónde está Mi honor? Y si Yo soy señor, ¿dónde está Mi temor?», dice el Señor de los ejércitos a ustedes sacerdotes que desprecian Mi nombre. Pero ustedes dicen: «¿En qué hemos despreciado Tu nombre?». Malaquías 1:6
¡Oh Señor! Sin lugar a duda hemos menospreciado Tu Nombre e insultado Tu amor. Dios nuestro, ¡cuánta necedad hay en nuestros corazones caídos! Sólo nos bastas Tú para estar completos; ver Tu rostro es nuestro gozo y Tus palabras nuestro sustento.
¡Con justicia reclamas en Malaquías!
- A Israel por sus ofrendas adulteradas, con sacerdotes cómplices que aceptaban como digno de tu altar: pan inmundo, animales ciegos, ovejas cojas y cabritos enfermos.
- Pero resuena también el reclamo a una humanidad caída que ha cambiado disfrutar de la Presencia misma del Padre, por el brillo de las baratijas de este mundo o, en el mejor de los casos, por vidas religiosas carentes de relación contigo.
- Nos reclamas también a nosotras, las que te hemos conocido y que por la obra de Cristo hemos entrado en tu pacto de gracia; pero que hemos dejado que los afanes de este mundo o las artimañas del enemigo nos roben el primer amor. Ofrendamos oraciones cortas, adormecidas y egoístas; te buscamos a regañadientes o por costumbre para apagar los incendios que hemos provocado; pero como los 9 leprosos sanados, continuamos el camino sin darte gracias. ¡Oh Señor! ¿Cómo hemos podido vivir así?
Mientras medito en Malaquías, mi corazón se humilla viendo Tu gran amor y mi gran pecado. ¡Perdóname Señor!
¡Cuán grande es tu nombre en toda la tierra! Que no nos has dejado sin consuelo ni sin ayuda. Hoy más que nunca el último versículo de Malaquías tienen sentido: “Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres” Malaquias 4:6a
¡Precioso Dios! Por la obra de Jesucristo, sólo por el sacrificio de Tu hijo, hoy tengo la esperanza de que Tú harás volver mi duro corazón hacia Ti.