“Entonces dijo Dios: Sea la luz. Y hubo luz.” Génesis 1:3
Desde finales del siglo XVII y hasta principios del siglo XX, el tiempo fue considerado por los científicos como “absoluto”; gracias a los trabajos de Isaac Newton se consideraba que el tiempo fluía de manera real y homogénea sin relación con nada externo. Sin embargo, en 1905 Albert Einstein publicaría su “Teoría de la Relatividad” y con ella, revolucionaría la concepción del universo y el tiempo.
De acuerdo con Einstein, el tiempo y el espacio son relativos y dependen de la velocidad del observador; es decir, cuando un objeto se mueve a velocidades cercanas a la velocidad de la luz, el tiempo se desacelera para ese objeto, o lo que es lo mismo: el tiempo para él, transcurre más lento.
“Pero, amados, no ignoren esto: que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día.”
Los postulados de Albert Einstein no son fáciles de comprender inmediatamente. En mi caso, porque soy mamá y al momento de salir la placenta parte de mi cerebro salió con ella o, mejor aún: se adaptó; priorizando las necesidades de supervivencia de mi hija por encima de entender física moderna. Sin embargo, heme aquí pensando en Einstein mientras escribo un artículo sobre la Segunda Venida de nuestro Señor Jesús. Lo cierto es que los postulados de la Teoría de la Relatividad no son evidentes para el común de las personas; sencillamente porque no vivimos a la velocidad de la luz y no logramos siquiera acercarnos lo suficiente para empezar a sentir los efectos de lo que Einstein planteó.
La sonda Parker, la más rápida construida por el hombre hasta el momento, ha alcanzado velocidades de 176Km por segundo ¡una barbaridad! Pero sigue siendo 1700 veces más lenta que la velocidad de la luz.
Sinceramente, esto de lograr movernos a 300 mil kilómetros por segundo, me tiene sin cuidado; bastaría con ser capaz de moverme al ritmo de mis pendientes para estar tranquila. Pero detrás de esta teoría hay algo que me cautiva y es el reconocimiento de que existe otra manera de percibir la realidad: para los que estamos bajo el sol, el tiempo será un absoluto; pero si tan solo alguien pudiera experimentar cómo se mueve la luz, ese alguien concebiría el tiempo de otra manera.
“Y este es el mensaje que hemos oído de Él y que os anunciamos: DIOS ES LUZ, y en El no hay tiniebla alguna.”
Al fin y al cabo, todo este discurso que me has aguantado hasta el momento ¿a dónde lleva? Intentaré ir desdoblando la idea: La Palabra de Dios tiene un solo objetivo: Cristo. Presentarnos y revelarnos a Jesús, que reconozcamos nuestra necesidad de un Salvador y que esperemos al Mesías.
Prometido desde el momento mismo de la caída, nuestro Rescatador comienza a ser revelado en Génesis 3 como la simiente de la mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente y es confirmado una y otra vez a lo largo de la Escritura:
- Es el arca de salvación.
- Es la descendencia de Abraham que traería bendición a todas las naciones.
- Es el Isaac, hijo único e inocente que, en obediencia a Su Padre, sí se entregaría en sacrificio para bendición de los pueblos.
- Es la escalera de Jacob con ángeles subiendo y descendiendo del cielo.
- Es el Rescatador de sus hermanos, como José, a pesar de ser rechazado por ellos mismos.
- Es quien nos libera del yugo del pecado como Moisés, guiando al pueblo fuera de Egipto.
Podría continuar con cada elemento del tabernáculo que apunta a Cristo y a su obra, con cada profeta mayor o menor que nos advierte sobre su venida y aún con paganos como Balaam profetizando sobre “la estrella de Jacob” o Nabucodonosor soñando con la Roca que destruiría los reinos de este mundo. Cristo es el Verbo, la Palabra de Dios, la Verdad revelada y la Luz manifiesta que debe ser predicada hasta los confines de este mundo.
Dicho esto, ¿qué espera Dios de nosotros? que por la obra del Espíritu Santo no solo creamos en Él y en la verdad de Su salvación; sino también que nos arrepintamos, le sigamos y lo esperemos.
La actitud correcta de un israelita en el Antiguo Testamento era no solo de amor, obediencia y honra a Dios; sino que debía aguardar pacientemente la venida del Mesías. Y la actitud correcta de quienes vivimos después de Su primera venida es de amor, obediencia y honra a Dios; mientras esperamos Su regreso.
Pasaron cuatrocientos años aproximadamente desde la última profecía en Malaquías hasta la primera venida del Mesías. Cuatrocientos años desde que se escribiera “Yo envío a Mi mensajero, y él preparará el camino delante de Mí”, hasta cuando Juan el Bautista proclamara el bautismo de arrepentimiento para el perdón de pecados. Cuatrocientos años donde algunos pudieron olvidar su espera, restarle importancia, ocuparse de las cosas terrenales más que de las celestiales y desdibujar al Redentor que aguardaban, prefiriendo imaginar al que les convenía.
“Pues hablando con arrogancia y vanidad, seducen mediante deseos carnales, por sensualidad, a los que hace poco escaparon de los que viven en el error. Les prometen libertad, mientras que ellos mismos son esclavos de la corrupción, pues uno es esclavo de aquello que lo ha vencido.”
Confeccionan su propio dios con una doctrina que no ofende a nadie, concentran los esfuerzos en la maximización del placer presente, tejen versículos bíblicos fuera de contexto con discursos de autoayuda, hilos de humanismo y fibras de idolatría; contradicen todo el sentido del evangelio: sus falsas enseñanzas no fijan la mirada en lo eterno, sino en el hoy; los incautos que caen en el engaño terminan con un dios de bolsillo, viven para las añadiduras y no para el Reino. Otros viven felices en iglesias de nicho o de alfabeto, con un dios que no transforma ni exige santidad y otros cuantos van de iglesia en iglesia pescando milagros sin comprometerse, porque han sido convencidos de que las promesas de la Palabra de Dios son para darse gloria, complacer sus deseos, cumplir sus planes y acabar con sus problemas. Cualquiera que sea el caso, ninguno está esperando a Cristo. Pero,
“Está escrito: «Tan cierto como que yo vivo», dice el Señor, «ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua confesará a Dios»”
Examinemos nuestros corazones, no sea que algo de estos engaños modernos se haya filtrado y nos encontremos a nosotras mismas ocupadas, cansadas y distraídas. De ser así, arrepintámonos y volvamos nuestros ojos a Cristo y vivamos cada día con la convicción de su retorno, como quienes han de rendir cuentas delante de Él, el Juez eterno.
Dos mil años parecerán excesivos para quienes vivimos bajo el sol, una espera letárgica y una demora excesiva para quien desea cumplir una promesa. ¿Será que se le olvidó? ¿De qué sirvió la urgencia de los apóstoles en anunciar su retorno? Henos aquí girando en torno al sol, a un ritmo constante, sin novedad. No seamos necias, Él no tarda, Él está por encima del sol; Su regreso es un hecho, nuestra espera un mandato; Su retorno es inminente, nuestra espera una brizna en la eternidad; Su venida es un absoluto, nuestra espera es relativa.
Que Dios alumbre nuestro entendimiento, para que estemos atentas a sus señales y le reconozcamos en Su regreso, no hay nada nuevo bajo el sol:
“En Él estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres. La Luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron… Existía la Luz verdadera que, al venir al mundo, alumbra a todo hombre. Él estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de Él, y el mundo no lo conoció. A lo Suyo vino, y los Suyos no lo recibieron.”