Habían pasado cuarenta años. Todos los padres de las personas que ahora caminaban, habían muerto. A excepción de Moisés, toda la generación israelita anterior había caído tendida en el desierto, tal como Dios les dijo, por haberlo despreciado a él y a sus promesas.
Por segunda vez, la generación más joven llegó a lo que podría llamarse las puertas de la tierra prometida. Moisés, antes de que el pueblo entrara, y porque él no iba a heredar ni disfrutar de este territorio, les dio un discurso a manera de despedida en el que les recapituló lo que habían vivido desde el monte Horeb hasta allí, y les recordó la ley de Dios.
“En el año cuarenta, el mes undécimo, el primer día del mes, Moisés habló a los israelitas conforme a todo lo que el Señor le había ordenado que les diera[…]” (Deuteronomio 1:3).
Seguido de este texto, leemos, casi a manera de novela, todo lo que Israel vivió y lo que Dios hizo en favor de ellos. Palabra por palabra, esta narración histórica se va tejiendo con la voz imperativa de Moisés y de Dios. Una y otra vez él les recuerda la ley, es decir, los diez mandamientos con sus deberes y exigencias. Más que simplemente dando órdenes, Moisés se ve en este relato como aquel que ruega al pueblo. Como un padre que conoce bien sus hijos y que anhela que obedezcan para que les vaya bien. ¡Por favor, escuchen! Miren, obedezcan, presten atención, reconozcan, tengan cuidado de no olvidar, esfuércense por obedecer, no olviden las cosas que han visto sus ojos… No las olviden, recuérdenlas. Por favor, ¡recuerden!
Como si esto fuera poco, les da formas prácticas para recordar: grábate en el corazón estas palabras, incúlcaselas a tus hijos, átalas a tus manos, escríbelas en los postes de tu casa…
¿Por qué Moisés hacía tanto énfasis en que el pueblo recordara? ¿Qué pasaba si olvidaban?
El Israel de aquel momento había sido testigo de maravillas que nadie había presenciado jamás. Habían sido rescatados de maneras indiscutiblemente sobrenaturales, a la vista pública de muchos y a plena luz del sol. ¿Cómo iban a olvidarlo?
El mandamiento de Dios, sin embargo, es en repetidas ocasiones que recuerden. Pero Dios los llamaba no solo a recordar las maravillas de su salvación sino también todas aquellas enseñanzas dolorosas. Los cuarenta años que ya habían vivido en el desierto a causa de la incredulidad y el desprecio de sus padres, el hambre y la sed, la humillación y la respuesta de Dios a todo esto.
Recuerda que durante cuarenta años el Señor tu Dios te llevó por todo el camino del desierto, y te humilló y te puso a prueba para conocer lo que había en tu corazón y ver si cumplirías o no sus mandamientos. Te humilló y te hizo pasar hambre, pero luego te alimentó con maná, comida que ni tú ni tus antepasados habían conocido, con lo que te enseñó que no solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. Durante esos cuarenta años no se te gastó la ropa que llevabas puesta, ni se te hincharon los pies. Reconoce en tu corazón que, así como un padre disciplina a su hijo, también el Señor tu Dios te disciplina a ti (Deuteronomio 8:2-5).
Israel era un pueblo terco y duro de cerviz (Éxodo 32:9), es decir, un pueblo que no se humillaba ante su Dios. Eran orgullosos e incrédulos y por eso Dios los humilló y disciplinó. Dios anhelaba ser su Dios y que ellos fueran su pueblo, pero muchas cosas tenían que cambiar. La generación más joven había llegado allí gracias a la disciplina de Dios en el desierto. Habían visto y entendido que sus vidas dependían de Dios, que él los haría entrar en la tierra y que él proveería todo, pues ¿a quién le llueve pan en el desierto y le sale agua de una roca?
Sin embargo, era necesario decirles, reiteradamente, que debían recordar, pues su corazón fácilmente podría olvidarse de todo, por maravilloso que hubiese sido. Ya habían tenido que ser humillados una vez a pesar de haber visto el mar abierto en dos y sus enemigos morir ahogados. A pesar de haber oído la voz de Dios y visto una columna de nube y fuego guiarlos a través del camino. A pesar de haber visto la salvación de Dios en Egipto, el alimento, el vestido, el agua, las victorias, la protección, la vida misma siendo sostenida por la boca de Dios…
La primera generación no creyó en Dios y lo menospreció, por lo que Dios les impidió entrar en la tierra prometida. Ahora, la generación más joven estaba por heredarla. ¿Se olvidarían también de todo el camino por el que Dios los había humillado para hacerles bien y permitirles ver quién era él?
Ya sabían que no solo de pan vivían sino de todo lo que Dios dijera, literalmente. No tenían lugar para la jactancia ni el orgullo. Recordar cada suceso del camino del desierto les llevaría a ser humildes y reconocer que Dios era el dador de todas las cosas, y por ende, cada cosa en su cosmovisión caería en su justo lugar. Pero al recordar, también serían salvados de las consecuencias de la amnesia espiritual: orgullo, idolatría y el olvido de Dios
Cuando hayas comido y estés satisfecho, alabarás al Señor tu Dios por la tierra buena que te habrá dado. Pero ten cuidado de no olvidar al Señor tu Dios. No dejes de cumplir sus mandamientos, normas y preceptos que yo te mando hoy. Y cuando hayas comido y te hayas saciado, cuando hayas edificado casas cómodas y las habites, cuando se hayan multiplicado tus ganados y tus rebaños, y hayan aumentado tu plata y tu oro y sean abundantes tus riquezas, no te vuelvas orgulloso ni olvides al Señor tu Dios, quien te sacó de Egipto, la tierra donde viviste como esclavo (Deuteronomio 8:10-14).
Dios no les llamaba a recordar y a tener cuidado de olvidar porque le parecía interesante ver cómo recordarían lo difícil del camino. Dios los llamaba a recordar porque, al igual que con todo lo que les había pedido, buscaba hacerles bien. Vale la pena recordarlo una vez más: Dios los humilló, les hizo pasar hambre, los puso a prueba y los disciplinó para que a fin de cuentas les fuera bien (Deuteronomio 8:16). Asimismo, Dios los llamaba a recordar ahora que entraban en la tierra porque, de lo contrario, estarían a merced de su propio pecado. Ciegos nuevamente, y en manos de su supuesta autosuficiencia, estarían adorándose a sí mismos o a cualquier otro dios falso. Estarían diciendo: “ha sido mi fuerza y capacidad la que me trajo hasta aquí”, por loco e irrisorio que esto pudiera ser. Pero peor que esto, habrían olvidado a su Señor, el único capaz y lo suficientemente bondadoso como para salvarlos y liberarlos de sus pecados. Pronto se habrían olvidado del corazón de Dios y toda la belleza, bondad y saciedad que fluye de él. Pronto se habrían apartado y ya no dependerían más de él.
Esa fue la imagen clara que Moisés, como dador de la ley, les dejó. Esas serían las consecuencias que vivirían si olvidaban todo lo que Dios había hecho. Lastimosamente, esto no se quedó en advertencia. Israel efectivamente se olvidó de Dios. Le fueron infiel con los dioses falsos que encontraron en la tierra prometida, y una vez más lo rechazaron a él y quebrantaron su pacto. Aunque el discurso de Moisés fue absolutamente convincente y quizás no le faltó la elocuencia ni las palabras, no pudo hacer que el corazón de Israel no se extraviara.
Deuteronomio es la crónica de un olvido anunciado. Se les dijo y allí fueron a parar. La esperanza en medio de todo este caos es que justamente no acabó allí. La historia bíblica continuó, gracias a Dios, hasta llegar al evangelio: la buena noticia de lo que Jesús hizo por todo aquel que cree en él. Este relato nos apunta a varias necesidades insatisfechas que teníamos como seres humanos para estar bien con Dios y que fueron cumplidas en Jesucristo.
En primer lugar, Israel y la humanidad entera necesitaban un mejor dador de la ley. Aunque Moisés era el hombre más humilde sobre la tierra y fue un gran líder, no pudo hacer que el pueblo fuera fiel a Dios. En cambio, Jesús, el mejor dador de la ley y el salvador prometido, no solo vino hasta nosotros para enseñarnos su ley, escribirla en nuestros corazones y darnos los recursos para cumplirla, sino para obedecerla toda perfectamente y por nosotros.
Jesús fue justamente todo lo que Israel ni nosotros pudimos ser ni seremos. Jesús es aquel que nunca olvidó y sí meditó fervorosamente en el libro de Deuteronomio, con el cual luego hizo frente a Satanás cuando lo tentó en un desierto que hacía eco al desierto que Israel vivió. Jesús es aquel que habilitó para nosotros, por medio de su vida, muerte y resurrección, la vida abundante que Israel no pudo alcanzar a causa de su infidelidad al pacto.
Gracias a que Jesús sí cumplió el primer pacto y jamás olvidó a Dios, sus obras ni su disciplina, pudo instaurar un nuevo pacto: ahora en su sangre y ya no basado en nuestra obediencia. Si bien el amor de Dios por Israel siempre fue por gracia y no debido a sus obras ni nada bueno que hubiesen hecho, su obediencia sí era un requisito. Pero ahora, que Dios ha revelado su justicia por medio de Jesucristo, todo aquel que cree es justificado, no por cumplir la ley, sino por creer en aquel que si la cumplió. Pero no solo esto. Al creer en Jesús no solo somos justificados y salvados de las consecuencias de no obedecer el pacto y olvidar a Dios, sino que nos es dado, además, su precioso Espíritu Santo, el Consolador, aquel que, como Jesús nos dijo: nos enseñaría todas las cosas y nos recordaría lo que él nos ha dicho (Juan 14:26).