Viviendo por fe en tierra de gigantes

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¿Cómo enfrentas tu vida? ¿Eres valiente o eres cobarde?

¿Asumes riesgos? ¿O prefieres que se pierdan las oportunidades? ¿Tiendes a tener ánimo y
buena actitud en tu vida, o todo lo contrario? Cuando las cosas se ponen difíciles, ¿Cómo
actúas? ¿Qué haces cuando se te presenta una situación que no eres capaz de sobrellevar?

¿Eres cobarde o eres valiente?

Probablemente ya te hayas respondido casi todas estas preguntas. Sin embargo, quisiera que
primero recuerdes lo que significa ser una cosa o la otra. Una persona cobarde es falta de
ánimo o de valor para hacer algo, es decir, es una persona con poca o nula disposición para
arriesgarse a una tarea determinada. Alguien valiente, por el contrario, es capaz de hacer algo a
pesar de que pueda causarle daño y temor.

Usualmente enfrentamos la vida y punto. Día a día. Nos la pasamos bateando urgentes,
contestando chats y llamadas, haciendo lo necesario para llegar a tiempo, comprando comida,
transportándonos de un lado a otro, tratando de no olvidar lo importante y resolviendo lo
urgente. Tomando agua, porque es importante tomar agua. Claro. Pero poco nos detenemos a
examinar nuestra actitud ante los retos diarios de nuestra vida.

A veces, quizás, ni sabemos responder la pregunta de si somos valientes o cobardes. A veces
somos una cosa, a veces la otra. Lo que sí sabemos es que a Dios le importa.

La Biblia nos muestra en Números una historia de estas. Una historia de cobardes y valientes. El
relato de cómo Dios le había prometido a Israel una tierra preciosa donde habitaría con ellos, y
de cómo la mayoría la rechazaron porque eran cobardes. El menosprecio de semejante
promesa no fue inmediato, más bien, una serie de eventos los llevaron a eso.

Al parecer, el pueblo quería, antes de entrar a conquistar la tierra prometida por Dios, espiarla.
Así podrían saber a qué se le estaban midiendo. Dios, por su parte, aceptó esta iniciativa y le dio
a Moisés la orden de enviar 12 hombres a explorarla. Moisés les ordenó fijarse en las personas
que habitaban allí, es decir, a quienes se enfrentarían, si eran fuertes o débiles, si sus ciudades
eran abiertas o fortificadas, y si, efectivamente, la tierra era buena. Estos hombres salieron de
un lugar llamado Cades y llevaron a cabo la misión. 40 días después, trajeron este informe:

Fuimos al país al que nos enviaste, ¡y por cierto que allí abundan la leche y la miel! Aquí pueden
ver sus frutos. Pero el pueblo que allí habita es poderoso, y sus ciudades son enormes y están
fortificadas. Hasta vimos anaquitas allí. Los amalecitas habitan el Néguev; los hititas, jebuseos y
amorreos viven en la montaña, y los cananeos ocupan la zona costera y la ribera del río Jordán
(Números 13:27-29).

Traducción: ¡Esa tierra de verdad es muy buena! Pero nosotros no vamos a arriesgar nuestra
vida para entrar en ella. Esa gente es muy grande y nosotros no somos capaces con tanto.

¿Cómo?

Sí… A pesar de que ya habían visto todo lo que Dios quería, podía e iba a darles, ellos se
llenaron de temor al ver ciudades fortificadas y guerreros fuertes. No se atrevieron ni a soñar.
No. No hay manera de conquistar esa tierra, pensaron. Se habían olvidado de aquel que había
desplegado su poder en las plagas de Egipto, que había abierto el mar, que los había guiado por
el vasto desierto con una columna de fuego y de nube, el que les había dado comida del cielo y
el que con todo eso y más, los había amado. No, no y no. No entraremos. O al menos eso
pensaban diez de los espías, a excepción de Caleb y Josué. Por lo que Caleb se levantó y dijo:

—Subamos a conquistar esa tierra. Estoy seguro de que podremos hacerlo.

Pero los que habían ido con él respondieron:

—No podremos combatir contra esa gente. ¡Son más fuertes que nosotros!

Y comenzaron a esparcir entre los israelitas falsos rumores acerca de la tierra que habían
explorado. Decían:

—La tierra que hemos explorado se traga a sus habitantes, y los hombres que allí vimos son
enormes. ¡Hasta vimos anaquitas! Comparados con ellos, parecíamos langostas, y así nos veían
ellos a nosotros (Números 13:30-33).

Y fijaron su mirada en sí mismos. Se vieron como langostas y el miedo los invadió. En general,
cualquiera podría pensar que su reacción tenía sentido. Es cierto, los anaquitas eran guerreros
muy grandes y malos. Es cierto, las ciudades estaban amuralladas. Y también es cierto que ellos
no eran mucha cosa. Tenían, hasta cierto punto, razón de tener miedo. Pero el problema no era
ese. El problema era su incredulidad. La cobardía es incredulidad.

Ellos realmente no creían que Dios les daría esa tierra, que pelearía por ellos, que despojaría a
esos gigantes y que estaría siempre presente. No creían a pesar de haber visto sus maravillas,
por lo que 10 de estos espías se llenaron de pánico y le dieron rienda suelta a su temor. Se
quitaron de la misión, desobedeciendo por consiguiente a Dios, difundieron entre el pueblo
información falsa, y exageraron lo que vieron para que los demás también retrocedieran y se
desanimaran. No tuvieron presente la promesa de Dios sino sólo su propia opinión y
perspectiva. Ni siquiera se atrevieron a soñar con la tierra, como sí lo hizo Caleb. No tomaron
en cuenta a los demás, se quejaron y con palabras ligeras hablaron incluso de querer morirse.
Se rebelaron contra Dios y llevaron a la comunidad entera a un pánico que los llevó hasta las
lágrimas y los gritos.

Despreciaron la tierra. La rechazaron. Pero no solo a la tierra, también a quien se las daba para
habitar junto con ellos. La tuvieron en poco. Por eso, Dios les dijo que tal como ellos lo habían
deseado, sus cuerpos caerían tendidos en el desierto. Morirían allí y solo sus hijos entrarían y
poseerían la tierra.

Este relato del libro de Números sucede justo entre el libro de Éxodo y Deuteronomio. Un
momento crucial en la vida de Israel. Fue el proceso entre ser salvados por Dios y entrar a la
tierra prometida. Tim Keller, pastor y teólogo cristiano describe este libro como miedoso. Un
libro en el que constantemente nos preguntamos: entonces, ¡¿si entrarán a la tierra?!
¿Llegarán? ¿Serán capaces? ¿Lo lograrán? Unas cuantas páginas sobre la historia de Israel te
hacen dudar sobre si realmente guardarían la ley de Dios y si serían un ejemplo para las
naciones. Pero sobre todo, si realmente Dios seguirían relacionándose con semejante pueblo
tan terco, duro e incrédulo.

Las primeras páginas del libro de Números nos dejan ver que ellos no obedecerían la ley, de
hecho, no la habían obedecido desde el inicio. Dios les estaba dando la tierra, no por sus
buenas obras, sino por su gracia. La tierra, su salvación, su presencia, su perdón, su guía, todo,
era un regalo inmerecido. No era nada que se hubiesen ganado. Pero Dios estaba probando su
fe. ¿Creerían que él los haría heredar esa tierra de gigantes en ciudades fortificadas?

La pregunta, en un sentido, y la situación, se extiende hasta nosotros hoy. Al igual que Israel,
aquellos que han puesto su confianza en Jesucristo, han sido salvados de la esclavitud, ya no de
un faraón, pero sí del pecado, la muerte y la ira del Dios santo. Ya somos libres, pero aún no
llegamos a nuestra tierra prometida: los cielos nuevos y la tierra nueva. Caminamos, como
Israel, en el intermedio de las promesas. En el ya, pero todavía no. Ya fuimos rescatados pero
aun no llegamos a la cúspide de las promesas de Dios para con su pueblo. Andamos como peregrinos y extranjeros en una tierra donde no hay aguas, anhelando el lugar donde
finalmente habitaremos con nuestro Dios, y todo dolor y mal habrá pasado. Mientras tanto, en
esta vida, sufrimos y nuestra fe es probada. ¿Seremos valientes o cobardes?

¿Creemos que Dios nos librará y guardará en todo aquello que nos ha llamado a hacer?
¿Creemos que proveerá todo lo necesario para enfrentarnos a nuestros gigantes rodeados de
murallas? ¿Creemos que irá delante de nosotros y nos dará descanso? ¿Creemos que nada nos
faltará?

Nuestra manera de enfrentar la vida nos dejará ver si creemos estas cosas o no. Si bien nuestra
fe debe hablarse, serán nuestras actitudes y nuestra manera de vivir la vida lo que testificará
acerca de lo que creemos de Dios.

¿Creemos que Él nos llevará a perseverar hasta el final, y que entraremos en el cielo al morir
solo por lo que su hijo Jesucristo hizo y no por nuestras buenas obras?

Hay dos maneras de enfrentar la vida: como valientes o como cobardes. Ser cobardes nos
traerá consecuencias graves. Para los espías la consecuencia fue la muerte, pero no todo acabó
allí. Sus hijos cargaron con su maldad por 40 años. Aunque Dios es misericordioso, es también
justo, por lo cual juzgó a esta generación que se atrevió a ponerlo a prueba repetidas veces y a
desobedecerle a pesar de haber visto su gloria y maravillas. Lo menospreciaron, se negaron a
creer en él, lo deshonraron y nunca entraron en la tierra.

Por el contrario, ser valiente produce otro tipo de consecuencias. Estas solo las vivieron dos
hombres de la primera generación: Caleb y Josué. Ambos creyeron la promesa de Dios y su
poder para cumplirla, así que no tuvieron miedo de hacerle frente a los gigantes. Por eso, Dios
mismo honró la actitud de Caleb:

En cambio, a mi siervo Caleb, que ha mostrado una actitud diferente y me ha sido fiel, le daré
posesión de la tierra que exploró, y su descendencia la heredará (Núm 14:24).

Estos dos hombres que creyeron en la promesa de Dios no solo tuvieron el privilegio de creer y
soñar con lo que Dios les daría, sino que vieron el cumplimiento de su promesa.

Podemos ver nuestras circunstancias y el llamado de Dios e inmediatamente decir, es
imposible. Podemos ponernos furiosos, maltratar a otros, gritar, manipular, voltear los ojos y
hasta llorar, como Israel. Podemos mirarnos a nosotros mismos: pequeños, débiles, incapaces,
pecadores, quejumbrosos e incrédulos. Vernos como grillos y correr. O, podemos fijar nuestra mirada en Aquel, perfeccionador e iniciador de nuestra fe (Hebreos 12:2), Jesucristo, y por la fe,
vivir esta vida y sus retos como valientes. No para intentar ganarnos la tierra, o la entrada al
cielo porque este —para aquellos que creen en su Hijo— nos lo quiso dar Dios por su pura
gracia. Más bien, por la fe buscamos agradarle y caminar como es digno de este Dios. Ya no con
quejas, y mala actitud, pero con nuestra esperanza en aquel que es poderoso para salvar y que
proveerá todo lo que necesitamos (Salmo 23).

Solo por la fe y por su gracia lo veremos al final de nuestra vida cara a cara. Mientras tanto,
luchemos por ser valientes, es decir, luchemos por tener fe, por poner nuestra confianza en
aquel que puede vencer gigantes, el pecado, la muerte y todo este tipo de cosas.

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