Nací a finales de los 70’s y pertenezco a la generación que vio cambiar el mundo. Conocí el
televisor a blanco y negro, la vida sin celular, los primeros computadores de escritorio y el
nacimiento de internet.
Sé qué es hacer fila en un banco, consultar en una biblioteca y llegar a la casa preguntando si alguien me había llamado. Me queda un gusto nostálgico por el olor de los libros, un recuerdo dulce por el recibo de cartas escritas a mano y un placer sencillo por los pasatiempos impresos: sudokus, sopas de letras, laberintos, todos me cautivan; especialmente los acertijos visuales: reconocer siluetas, descubrir objetos camuflados o encontrar diferencias. Cualquiera sea el acertijo, me parece una gran manera de pasar un rato de domingo.
Pero bueno, heme aquí tratando de escribir algunas líneas sobre el último de los mandamientos en Éxodo 20:17: “NO CODICIARÁS” y sintiéndome sumergida en un acertijo complejo mientras intento dar a luz este texto. No ha sido una manera entretenida de pasar unas horas de domingo.
Más bien ha sido un largo y duro proceso de búsqueda porque no había comprendido bien en qué me había metido.
“No codiciarás la casa de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su
sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo” (Éxodo 20:17).
Creo que todo comenzó como un reto de encontrar objetos ocultos.
Antes de contemplar la cruz de Cristo y comprender la inmensa necesidad que tenemos de su salvación y rescate de nuestras almas, solemos pensar que somos personas buenas: “yo no mato a nadie, no robo y ni siquiera digo mentiras”.
Con facilidad enumeramos mandamientos relacionados con nuestro comportamiento visible que describen lo que consideramos pecado, pero creo que nunca he escuchado a nadie decir: “yo no codicio”.
“Codiciar” tiene la “virtud” de ser un pecado invisible, encontrarlo en los recovecos del corazón no es fácil; se camufla en los deseos más profundos, se disfraza de admiración y otras veces de deseos de superación, entonces ¿cómo puede ser tan pecaminoso? ¿cómo reconocerlo?
Su búsqueda se transformó en un laberinto: ¿cómo es que “no codiciar” me acerca a Dios? Y, consecuentemente, ¿cómo “codiciar” me aleja de Él? ¡Señor! He mirado la vida de muchos y he pensado:
“¡Qué tan inteligente y exitosa! ojalá yo fuera así”; “quisiera tener una piel como la de ella”; “¡Qué buen trabajo tiene, yo quisiera encontrar algo así!”; “Quisiera ser como ella y poder hacer tantas cosas al mismo tiempo”
Entonces oh Dios, ¿he pecado? ¿Me he alejado de ti? ¿Qué esconden estos deseos que tu
aborreces tanto? Empecé a ver en muchos de ellos mi falta de gratitud y mi carente comprensión del plan de Dios para mi vida.
“Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza; alabadle, bendecid su nombre” (Salmo 100:4).
Eureka! Una luz de gratitud empezó a resolver el laberinto y los pasos firmes de alabanza por Su obra en mi vida, me mostraron cómo caminar hacia Dios. Cada vez que no abrazo con gratitud y gozo Su diseño, plan y propósito para mí, es como si encontrara un oscuro rincón dónde perderme en autocompasión, en lugar de llegar delante de Él y recibir el bálsamo refrescante de Su Presencia.
Muy bien ¿y ahora? ¿Cuáles deseos desecho y cuáles son saludables? Empieza otro acertijo, esta vez me sumerjo en “Encontrar diferencias” y voy un poco más allá.
La palabra hebrea que aparece en éxodo 20 para “codiciar” es chamad, que se refiere a un deseo desordenado, egoísta y descontrolado, también hace referencia a encontrar placer en algo, deleitarse.
Descubro que hay deseos ordenados y altruistas y otros que no lo son; es como si todos los
acertijos se convirtieran en uno, veo entre las sombras de mi corazón cómo los deseos ingratos, los que no se someten a Dios y los que buscan complacerme, se convierten en claras siluetas de codicia, figuras muy definidas de pecado.
Reconocerlas, señalarlas, arrepentirme y desecharlas marcan la salida del laberinto; pero veo también cómo otros deseos están puestos por Dios para agradarlo, darle la gloria, ayudar a otros y reflejar Su imagen en mi vida: ¡aparecen las diferencias! Cuánto gozo experimento al dejar que las motivaciones santas y provenientes de Dios sean el motor de mi día a día.
“Crea en mí, oh Dios un limpio corazón y renueva un espíritu recto dentro de mí! Salmo 51:10
Y cuando creo tener resuelto el acertijo, descubro que estaba sumergida en uno mayor:
“¿Qué diremos entonces? ¿Es pecado la ley? ¡De ningún modo! Al contrario, yo no hubiera
llegado a conocer el pecado si no hubiera sido por medio de la ley. Porque yo no hubiera sabido lo que es la codicia, si la ley no hubiera dicho: «No codiciaras». Pero el pecado, aprovechándose del mandamiento, produjo en mí toda clase de codicia. Porque aparte de la ley el pecado está (Romanos 7:7-8).
¡Wow! ¿Cómo es posible que, entre tantos mandamientos contenidos en la ley del Señor, el
Espíritu Santo haya inspirado a Pablo a escribir esta magnífica porción de la Escritura poniendo como ejemplo justamente la codicia? ¿Qué hay de profundo en ella?
Muchísimo. El último de los 10 mandamientos provee un cierre de oro para esta porción de la ley; porque Dios en su infinita sabiduría nos muestra la importancia de guardar nuestro corazón para permanecer santos en nuestros actos.
El cumplimiento de este mandamiento nos libra de quebrantar los demás. Los deseos no
sometidos a la mente de Cristo engendran robos, mentiras, adulterios y asesinatos. Cuán
poderosas las palabras de Jesús para Pedro al explicarle: “Lo que sale de la boca proviene del corazón, y eso es lo que contamina al hombre” (Mateo 15:18). El décimo mandamiento se concentra en lo invisible, en la profunda necesidad humana de gobernar sus deseos, pero también en la urgencia que tenemos de deleitarnos en algo mayor que nos inspire y motive a trascender…
¿Dónde está tu deleite, tu codicia, tu chamad? En las profundidades de este acertijo escucho a Salomón decir “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23). Y entonces aparece claro como uno de esos retos visuales enormes que uno acercaba a los ojos y luego alejaba lentamente para poder descubrir la figura tridimensional: ¡No codiciarás me libra de la idolatría! Y mantiene mis deseos, anhelos y deleite en el único y sabio Dios, quien nos rescató de la esclavitud y servidumbre. El último mandamiento, a manera de sánduche trae el mismo mensaje que el primero: NO TENDRÁS OTROS DIOSES DELANTE DE MÍ.
¡Cuán maravilloso es nuestro Dios! Que con solo 10 leyes nos provee un espejo para ver lo más profundo de nuestro corazón. ¡Cuánto necesitamos de Cristo! Para deleitarnos en Él, anhelarlo sólo a Él y comprender que la vida que nos ha dado es perfecta para el propósito de reflejarlo y darle gloria, sea en medio de Sus bendiciones, de la tribulación o la escasez.
Señor, permítenos nacer de nuevo para hacer parte de la generación que contempla tu poder para transformar totalmente nuestro corazón y nuestra vida.