“Sin duda Dios vendrá a ayudarlos, y los llevará de este país a la tierra que prometió a Abraham, Isaac y Jacob” (Génesis 50:24b) fueron las palabras de José en el momento de su muerte.
Pareciera que, a pesar de todo el bienestar del que José y su familia gozaron en Egipto, en su mente y corazón, José sabía que vendrían tiempos difíciles para su familia y para el pueblo de Israel y por supuesto tenía la certeza en su corazón que Dios cumpliría su promesa (Génesis 15:13-16).
Egipto no era su hogar, pero fue una tierra y un pueblo usado para proveer bienestar, refugio, alimento en tiempo de escasez, y por supuesto, para traer honra a su nombre a través de la vida de José, quien en su caminar entendió todos los sucesos de su vida como la obra providencial de Dios para traer Salvación a los que estaban perdidos, sin esperanza y a punto de morir de hambre.
Éxodo nos narra la salida y liberación del pueblo de Israel de su esclavitud en Egipto “Con gran poder, mano fuerte y brazo extendido” y abriendo camino en el mar, con todo un despliegue de manifestaciones sobrenaturales y extraordinarias, Dios se da a conocer a su pueblo como el Poderoso Salvador que ellos necesitaban para que las cadenas que los ataban al dominio, opresión, trabajos pesados y trato cruel fueran rotas y así, llevarlos a la libertad y a la tierra que Dios les había prometido, donde podrían adorar al Dios único, real y verdadero.
Mi ser se sobrecoge al leer los relatos de la historia del pueblo de Dios y todas las adversidades por las que atravesaron en Egipto. Pasaron de ser un pueblo amado, respetado, cuidado y bendecido en Egipto a ser un pueblo y maltratado, todo por cuenta de un hombre que no conocía a José ni a su Dios, y por lo tanto, lo único que su endurecido corazón le permitió ver, fue que los israelitas eran una amenaza y no la causa de muchas bendiciones recibidas de la mano de Dios por amor a su pueblo que habitaba entre ellos.
La historia desde éxodo hasta hoy no ha cambiado; tenemos un anhelo de libertad que arde en el corazón hoy, tal como hace más 3470 años; pero lo más extraordinario es que, aunque las circunstancias, los gobiernos, los lugares cambien, Dios sigue siendo el protagonista de la historia; Dios sigue revelándose en nuestra propia historia y revelándonos la esclavitud al pecado, la dureza de nuestro corazón, la rebeldía e idolatría que gobiernan nuestros deseos, nuestras quejas e insatisfacciones permanentes que moran en nosotros día a día.
Pero Dios, en su bondad, proveyó en el desierto el pan, el agua, las codornices, la sombra para el ardiente sol y la luz en la obscura noche, y mucho más importante que todo eso, siendo nosotros merecedores de la muerte, tanto como el pueblo de Israel, Dios propició medios de salvación, su gracia y compasión para que todo aquel que pecare reconociera, se arrepintiera y mirara a la serpiente levantada en el desierto y no muriera: “Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado para que todo aquel que en él crea no se pierda sino que tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en el crea no se pierda mas tenga vida eterna.” (Juan 3:14-16)
La promesa “Sin duda Dios vendrá a ayudarlos” se cumplió en el pueblo de Israel por medio de Moisés y se ha cumplido para nosotros en la persona y por la obra de su amado Hijo Cristo, único, suficiente y poderoso Salvador que necesita nuestra alma, para ser librados del pecado que nos condena a vivir eternamente separados de Dios, que nos impide entrar en su presencia confiadamente como hijos amados y descansar en la gracia inmerecida de ser reconciliados y justificados por la muerte de cruz a la que fue sentenciado y sometido Cristo por amor a nosotros y para el bien de nuestra alma.
La historia de nuestra vida a partir de la reconciliación con Dios en Cristo es una gran historia. Somos hijos, somos pueblo de Dios, somos extranjeros en esta tierra y nos espera nuestro verdadero hogar; mientras tanto pidamos al Señor que por la obra de su Santo Espíritu nos conduzcamos en esta tierra de manera digna, con nuestra mirada puesta en Cristo y con el deseo profundo de honrar a quien nos ha libertado del yugo y del poder del pecado, Cristo nuestro Poderoso Salvador.
Si tú, amiga, querida lectora, sigues caminando errante en el desierto de tu vida llena de insatisfacciones, interminables quejas, con tu corazón frustrado por las cosas que no funcionan como a tu parecer debiera ser, necesitando llenar tu vida con relaciones pasajeras, con vanidades que no sacian, con inseguridades y temores; entonces es para ti la promesa que “Sin duda Dios vendrá a Salvarte”, si reconoces tu condición de pecado y tu profunda necesidad de Cristo, nuestro poderoso Salvador.