No sé si te pasa lo mismo que a mí, pero cuando empiezo a ver una serie o película recomendada y resulta siendo tan interesante desde su inicio, quedo atrapada y con tanta ansiedad que no quiero la menor distracción, porque mi deseo es llegar pronto al final.
Así mismo me ocurre con algunos libros de la Biblia, como en este caso con el de Jonás, que capturó mi atención, porque en cada línea encontré una riqueza que no quería parar de excavar.
Con Jonás he podido reflexionar acerca de mi propia vida porque ha sido como sentarme al espejo y ver mi propio corazón.
Ante la orden específica que Dios da al profeta de levantarse e ir a la gran ciudad de Nínive para proclamar juicio por la maldad de este pueblo (Jonás 1:1-2), Jonás se levanta, pero para ir en el sentido contrario y huir muy lejos de la presencia de Dios.
En su desvío desciende a Jope, compra un pasaje, quizás muy costoso, y se sube a un barco cuyo destino es Tarsis (Jonás 1:3).
Al leer me preguntaba ¿Por qué Jonás no obedece, sino que huye de la presencia de Dios?
El libro me deja ver varias razones:
Primero, Jonás sabía que Dios es clemente y compasivo, lento para la ira y rico en misericordia (Jonás 4:2).
Segundo, este hombre era un profeta legalista, religioso, insensible y orgulloso que pensaba que los ninivitas no merecían ser perdonados.
Tercero, Jonás no había comprendido que la gracia y misericordia de Dios es para todos aquellos que oyen, creen, se arrepienten y se apartan de su malos caminos.
Cuarto, el corazón de Jonás estaba tan endurecido que sus ojos lo cegaron al punto de no permitirle entender que nadie puede huir de la presencia de Dios, como dice el Salmo 119: 7-8 “¿A dónde podría alejarme de tu Espíritu? ¿A dónde podría huir de tu presencia? Si subiera al cielo, allí estás tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí.”
Quinto, al desobedecer la orden de Dios, él y otros tuvieron que asumir las consecuencias de sus actos, incluidos los tripulantes del barco (Jonás 1:5).
Luego de una profunda travesía en el vientre de un gran pez, Jonás va a Nínive y cumple la orden que Dios le da por segunda vez, y en medio de su obediencia a regañadientes, 120.000 personas se arrepintieron y creyeron en el Dios de Israel.
Mientras me sumergía en las líneas del libro de Jonás queriendo adelantarme para ver con gran emoción la última escena de esta gran historia, me di cuenta que esta travesía de 4 capítulos tiene un final abierto, es decir, no se nos muestra qué sucedió con este profeta: ¿resolvió sus rabietas con el Señor? ¿regresó satisfecho a su tierra luego de esta misión? ¿entendió que la misericordia de Dios es para todos los pueblos por muy malvados que estos sean? Frente a todas estas preguntas las respuestas son inciertas.
Lo que sí es cierto es que Jonás no fue el tipo de profeta que con gozo, sujeción y obediencia se embarcó en la misión de Dios para dar a conocer la gran compasión de su Señor, y por ello, Dios tuvo que enviar a su hijo Jesucristo como profeta a las naciones para anunciar y ejecutar el plan de salvación para los pecadores.
Jesús bajó de su trono, se hizo hombre, no huyó del sufrimiento que le esperaba, sino que obedeció completamente y entregó su vida para que tú y yo pudiéramos recibir gracia, misericordia y perdón.
A partir de esa gran obra de salvación de Cristo, tú y yo somos enviadas a anunciar el evangelio a todos aquellos que necesitan arrepentirse de su maldad.
Esa es la orden que hoy Dios nos da. ¿Qué vas a hacer con esa orden? ¿Huirás en sentido contrario y te subirás al barco de la indiferencia, la religiosidad, el legalismo y el orgullo?
¿O vas a obedecer para que, en tu ciudad, en tu casa y en tu lugar de trabajo muchos se salven y haya un gran avivamiento como el que se vivió en Nínive?