“Los lazos de la muerte me enredaron; me sorprendió la angustia del sepulcro, y caí en la ansiedad y la aflicción”. (Salmo 116:3)
Las palabras de este salmo me encontraron en lo que podría llamar las noches más obscuras de mi alma.
Pasaba por momentos de angustia y literalmente sentí que los lazos de la muerte me rodeaban; un temor sobrecogedor sacudía mis entrañas, mis pensamientos y mi corazón.
No era el mortal coronavirus, ni una dura crisis financiera, ni la pérdida de un ser amado o una ruptura relacional la causa de mi temor, ansiedad y aflicción.
Trabajo desde muy temprana edad, y créanme que durante muchos años ondeé con orgullo la bandera de mi temprana libertad.
Abandoné los estudios a los 11 años y acto seguido, inicié mi vida laboral alcanzando un nivel de independencia económica que me permitía ir y venir, tomar y dejar, en fin, decidir sobre mi vida como si no existiese ninguna autoridad a quien yo debiera respeto, sujeción y obediencia.
De hecho, en mi mente adolescente, inmadura y pecaminosamente rebelde, no había ni la más mínima intención de vivir bajo las normas del núcleo familiar en el cual yo me encontraba, pero al que no pertenecía.
El orgullo y la jactancia de ser totalmente independiente con tan solo 17 años, se levantaban en mí como una gran fortaleza difícil de derribar. Los conceptos del mundo como el que las mujeres no nacimos para ser solo esposas y procrear hijos, y mucho menos para depender de un esposo, jefe o cualquier figura que amenace con coartar nuestra libertad, apoyaban mi lucha interna de que todos tenemos los mismos derechos, y por tanto, el control y poder para decidir sobre nuestras vidas.
Me acompañaba la gran mentira de “si yo pago, yo decido”, y otros falsos fundamentos que me llevaron a vivir de manera pecaminosa, desconociendo e ignorando el diseño perfecto de Dios, mi creador, mi Padre y mi Señor, para mí, su creación, su hija amada escogida, salvada y apartada con un propósito santo en Dios.
El alto precio que pagamos por vivir apartadas de la voluntad perfecta, buena y agradable de Dios se reveló ante mí cuando el Señor, por su Espíritu Santo, me atrajo al encuentro con este maravilloso y redentor salmo como respuesta a mi grito de súplica: ¡te ruego Señor que me salves la vida! (Salmo 116:4).
Mi rebelión en contra de Dios y del mundo me llevó al cansancio extremo; la lucha por la sobrevivencia me hacía trabajar hasta el cansancio y dejar toda mi fuerza, mi alma y mi cuerpo en mi profesión. Profesión que había sido mi dios con pies de barro, con ojos que no ven y oídos que no oyen; fundamento falso y pasajero que se veía amenazado por su vulnerabilidad, fragilidad e incapacidad.
Fue entonces cuando su Palabra se abrió para mí como la lámpara encendida que alumbró los rincones tenebrosos de mi alma, y me mostró que necesitaba rendir ante el trono del Señor mi orgullo, rebeldía y autosuficiencia.
Por su Espíritu pude ver el pecado que, como los lazos de la muerte, me rodeaba, y logré entender que “El Señor es compasivo, nuestro Dios es todo ternura. El señor protege a la gente sencilla, estaba yo muy débil y el Señor me salvó” (Salmo 116:5-9).
En otras palabras, el Señor no desprecia un corazón arrepentido que se humilla y entiende su miseria al estar apartado de Él.
Nuestro Dios no rechaza a quien abre sus labios para clamar: ¡Oh Señor, te necesito! su respuesta llega clara y precisa: “Ya puedes alma mía estar tranquila, que el Señor ha sido bueno contigo… Yo Señor soy tu siervo, tu hijo fiel, ¡tú has roto mis cadenas!” (Salmo 116:7 y 16).
Ahora puedo cantar mi cántico de liberación y de gratitud y decir como el salmista: “Yo amo al Señor porque él escucha mi voz suplicante. Por cuanto Él inclina a mí su oído, lo invocaré toda mi vida.” (Salmo 116: 1-2)
Mi querida amiga, no existe ninguna condición pecaminosa, ninguna circunstancia de angustia o aflicción, de la cual el Señor no pueda liberarnos al escuchar nuestra voz suplicante diciendo: Señor perdóname, sálvame, fortaléceme, porque yo te necesito.
¡Aleluya! ¡Alabado sea el Señor!