“Demasiada actividad trae pesadillas; demasiadas palabras te hacen necio.” (Eclesiastés 5:3)
La frase «¿Por qué no te callas?» fue pronunciada por el entonces rey de España, Juan Carlos I, el 10 de noviembre de 2007, dirigida a quien en esa época era presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en la XVII Cumbre Iberoamericana de jefes de estado, en Santiago de Chile.
La frase se hizo famosa, y rápidamente en programas de parodias y humor fue adoptada como una muletilla de un chiste fácil. Evidentemente dio mucha tela para cortar en la política y diplomacia internacional.
Con mucha sorpresa me topé con el mismo llamado en la palabra de Dios. No una, sino muchas veces.
Y digo con sorpresa, porque vivimos en un mundo que le da la palabra a cualquiera y que pone luces reflectoras ante cualquier comentario.
Al mismo tiempo, este mundo nos alienta y nos castiga por todo aquello que decimos, y vemos cómo personas pierden empleos, amigos y hasta relaciones familiares cuando los matones de las redes sociales desempolvan comentarios escritos varios años atrás, o cuando el odio, la rabia y los insultos se pasean de un lado al otro de las ideas y sus defensores.
La inmediatez de las redes sociales ha entregado un micrófono a cada persona que tiene acceso a Internet.
Como cristianas podemos vernos tentadas a responder y angustiarnos por estos comentarios, o entrar en discusiones que no terminan en nada.
Esto finalmente es tan absurdo como considerar acertado el consejo de toda persona en una revuelta en el centro de la ciudad.
Ante un mundo tan convulsionado, la Biblia tiene algo claro para decirnos dónde está ese punto medio entre hablar y exponer el evangelio y ser prudentes: “Los envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, sean astutos o sabios como serpientes y sencillos o inocentes como palomas”. (Mateo 10:16).
Piensa en esto no solo en el escenario de la redes en el que a veces interactuamos con desconocidos, sino en aquellas relaciones en las que más fallamos: nuestro círculo más íntimo en el que seguramente hemos hablado sin pensar e hiriendo a los que amamos.
La palabra nos llama a ser sabias
La Biblia siempre nos alienta a buscar la sabiduría, a no hacernos sabios en nuestra propia necedad y nos explica que la sabiduría es el temor del Señor, es decir, no solo conocerlo sino reconocer su poder.
En muchos proverbios somos llamados a guardar silencio: “Hasta los necios pasan por sabios si permanecen callados; parecen inteligentes cuando mantienen la boca cerrada” (Proverbios 17:28).
Incluso nos alienta a guardar silencio cuando alguien dice una tontería o una necedad que nos ofende.
Recuerda que cada uno responderá al Señor por sus palabras; así que descansa en eso mientras te aguantas las ganas de salir con una pronta respuesta de la que luego puedes arrepentirte: “No respondas al necio de acuerdo con su necedad, para que no seas tú también como él” (Proverbios 26:4)
La palabra nos invita a ser cuidadosos con las palabras que elegimos
El apóstol Santiago no desconoce lo difícil que es domar la lengua, incluso llama varón perfecto a aquel que lo logra, pero nos insta a ser cuidadosas con las palabras que decimos a pesar de que sea difícil.
“De todas las partes del cuerpo, la lengua es una llama de fuego. Es un mundo entero de maldad que corrompe todo el cuerpo. Puede incendiar toda la vida, porque el infierno mismo la enciende. El ser humano puede domar toda clase de animales, aves, reptiles y peces, pero nadie puede domar la lengua. Es maligna e incansable, llena de veneno mortal. A veces alaba a nuestro Señor y Padre, y otras veces maldice a quienes Dios creó a su propia imagen. Y así, la bendición y la maldición salen de la misma boca. Sin duda, hermanos míos, ¡eso no está bien! ¿Acaso puede brotar de un mismo manantial agua dulce y agua amarga? (Santiago 3: 5-12)
También la palabra nos llama a callar ante Dios
Entonces, si la fuente de sabiduría es conocer a Dios, para conocerlo debemos pasar tiempo con Él.
Y no hablando de nosotras, nuestros planes, nuestras necesidades y las necesidades de toda nuestra lista de oraciones.
El conocimiento de Dios lo encontraremos en el momento que podamos en silencio contemplarlo y deleitarnos en su presencia para ser llenas de Él: “Cuando entres en la casa de Dios, abre los oídos y cierra la boca. El que presenta ofrendas a Dios sin pensar hace mal. No hagas promesas a la ligera y no te apresures a presentar tus asuntos delante de Dios. Después de todo, Dios está en el cielo, y tú estás aquí en la tierra. Por lo tanto, que sean pocas tus palabras. Demasiada actividad trae pesadillas; demasiadas palabras te hacen necio” (Eclesiastés 1:5-3).
Por último, atesora en tu corazón al que es la palabra viva.
“Aquél que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros, lleno de amor y verdad. Y hemos visto su gloria, la gloria que como Hijo único recibió del Padre” (Juan 1:14).
Atesora a Cristo en tu corazón, imita a Cristo en tu caminar y acércate al padre a través de Sus palabras.
Hermana, procura pasar un tiempo en silencio delante del Padre.
Procura en este día con la ayuda del Espíritu Santo callar ante comentarios inquietantes y mirar la cruz para que no se haga pesada tu carga.
Apasionada por compartir a Cristo.