Presumir sobre cada uno de nuestros logros, sacar a relucir nuestras victorias, bien sea en los estados de Whatssapp, en Instagram o en cualquier otra red social, hacernos selfies, ya no para guardar memorias de los momentos significativos de nuestra vida, sino más bien para mostrarnos a nosotras mismas y a otros lo atractivas que somos, y los lugares hasta donde nuestras habilidades y esfuerzos nos han podido llevar son algunas de las prácticas más comunes de nuestra era.
Lo que en otro tiempo se llamaba narcisismo, que si bien ha existido desde la caída del ser humano pero era considerado un tanto peyorativo, hoy día se ha normalizado y es visto como una virtud.
Los estudiosos de la conducta humana dicen que este narcisismo, o cultura del ego, se ha afianzado en cuatro pilares:
en primer lugar, una educación que se centra netamente en el yo y en la felicidad del individuo;
en segundo lugar, la cultura del éxito superficial; en tercer lugar, el desarrollo y alcance de las redes sociales,
y en último lugar, la cultura del crédito que nos da acceso inmediato a todo aquello sobre cuanto queremos presumir.
Todo este movimiento cultural ha dejado a nuestro yo natural, que de por sí ya venía mal, bastante insatisfecho, infeliz y azotándonos continuamente con sus altas demandas.
Frente a esta realidad desgastante y agobiante, hacen eco sobre la tierra y sobre nosotras las palabras liberadoras de Jesús a sus discípulos: “Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme” (Mateo 16:24).
Las palabras de Jesús son claras y contundentes, y hasta me arriesgo a decir que son el fundamento para el suicidio del yo.
Quiero citar textualmente al gran pensador cristiano del siglo XX C.S. Lewis porque no quiero dejar pasar ni una sola de sus palabras sobre este tema. Él escribió:
“Cristo nos dice: Dame todo. No deseo parte de tu tiempo, ni parte de tu dinero, ni parte de tu trabajo. Te quiero a ti. No he venido a atormentar a tu “yo” natural, sino a darle muerte.
Los acomodos no son buenos. No deseo cercenar una rama aquí y otra allá; lo que deseo es echar abajo todo el árbol. No deseo hacer un arreglo en el diente, ni recubrirlo, sino extraerlo. Entrégame todo tu “yo” natural; dame todos los deseos que piensas que son inocentes, así como los que consideras que son malos; entrégame todo. En su lugar te daré un nuevo “yo”. En efecto, te daré mi propio ser. Mi propia voluntad será tuya”.
¿Qué tan dispuesta estás a crucificar ese yo que esta era valora tanto, y lo ha hecho señor y amo? Porque en la relevancia y claridad de las palabras de Jesús en Mateo 16:25 “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará”.
El apóstol Pablo nos recuerda a todas las creyentes que, al haber sido llamadas a la nueva vida, hemos sido crucificadas con Cristo, y “ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20).
Sin embargo, cada mañana, cuando abres tus ojos, la batalla comienza: la voz del “yo” natural se hace oír reclamando su derecho y autoridad sobre tu vida.
Las demandas gritan, las exigencias se hacen presentes alrededor de tu cama; por eso, nuestro primer esfuerzo en la gracia al levantarnos cada día es abrir nuestra Biblia para escuchar la voz de aquél con quien hemos sido crucificadas, y así, poner en orden y sumisión a ese “yo” natural; y a través de la voz y las palabras de Jesús, recibir la vida que él prometió darnos y que está disponible en abundancia para nosotras.
Quiero animarte a pelear esa buena batalla de la fe, con los recursos de la gracia que se nos han entregado y con el parte de una victoria que ya ha sido anunciada y es nuestra por los méritos de Cristo Jesús, nuestro redentor.