Me irrité. Me irrité cuando regaron la leche sobre la mesa por tercera vez salpicando de nuevo sillas y paredes, cuando terminaron de jugar embarrados de pies a cabeza y limpiaron sus manos en las paredes, cuando fui al baño y encontré los muñecos nuevos de su hermanita menor nadando en la bañera.
Me irrité y grité como no me gusta hacerlo, y me quedé señalando defectos.
Y levanté mi mirada al cielo repitiendo entre dientes la frase que cuando pequeña prometí que jamás diría, porque detestaba que la dijera mi mamá, pero hoy la entiendo: ¡Dios mío dame paciencia!
Desde que nacieron mis hijos me he empeñado en entregar mi tiempo, mis energías y mis cuidados por su bienestar.
Quiero que aprendan a distinguir lo bueno de lo malo, que adquieran sabiduría, que crezcan en el temor del Señor; que sepan de cultura general, que aprecien el arte, la buena música, que viajen, que tengan misericordia del que sufre, del necesitado, que sean generosos y gentiles.
Hoy, después de 5 meses de encierro y de dedicarme de lleno a ellos 24/7 literalmente, de trabajar con todas mis fuerzas por hacerles clases divertidas, por enseñarles más allá de lo que enseña el colegio, por evitar video juegos, pantallas, películas y tv; luego de terminar agotada, irascible, rendida y finalmente, humillada, reconozco que me rajé en todas mis expectativas.
No soy ni puedo ser una madre perfecta. Soy una mujer pecadora y frágil, salva por gracia, que no puedo hacer nada separada de Cristo, como lo dijo el propio Jesús a sus discípulos en el hermoso pasaje de Juan 15, pero mi carne intenta y se empeña en aferrarse a todos mis planes humanos.
En mi caminar con Cristo frecuentemente me encuentro con áreas de mi vida que no le he entregado, poco a poco se me revelan más y más aspectos en los que sigo luchando sola y según los estándares del mundo.
Hoy, rendida y quebrantada reconozco que no soy una madre perfecta, que no tengo una paciencia inagotable y que me aburren a veces las tardes de juegos de mesa, que hay días que ya no quiero hacer más manualidades ni peinar a las muñecas, y que no puedo sola.
Necesito a Cristo, poner los ojos en el buen Padre, y rogarle por mis hijos.
A ti te hablo mamá que estás agotada entre las tareas de la casa y los niños. A ti que te levantas cada día prometiendo disfrutar, pero que el peso de las horas del día van arrastrando tu ímpetu.
A ti que sigues tratando en tus fuerzas de ser la mejor mamá: descansa. Lleva todas tus cargas a Cristo y Él aliviará ese peso.
Ríndete, suelta y entrega al padre tus tareas agobiantes sean grandes o pequeñas.
“Pon tu camino en las manos del Señor;
confía en él, y él se encargará de todo.” Salmo 37:5
Apasionada por compartir a Cristo.