Siempre al mirar las Escrituras y ver la vida de Esaú ligeramente, he criticado su manera de actuar y he pensado: ¿qué pudo pasar en él que un plato de guiso lo llevó a perder la bendición más grande de su vida? La primogenitura tenía un profundo significado, porque no solo tenía que ver con la herencia de riquezas, sino también con la herencia de bendiciones espirituales y con la bendición del padre. La historia la encontramos en Génesis 25 a partir del versículo 29: “Un día, cuando Jacob había preparado un potaje, Esaú vino del campo, agotado; y Esaú dijo a Jacob: Te ruego que me des a comer un poco de ese guisado rojo, pues estoy agotado. Pero Jacob le dijo: Véndeme primero tu primogenitura. Y Esaú dijo: He aquí, estoy a punto de morir; ¿de qué me sirve, pues, la primogenitura? Y Jacob dijo: Júramelo primero; y él se lo juró, y vendió su primogenitura a Jacob. Entonces Jacob dio a Esaú pan y guisado de lentejas; y él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la primogenitura”.
Es increíble, pero todo esto sucedió por un momento de cansancio, unido a un instante de hambre. Estas dos circunstancias llevaron a Esaú a perder de vista su identidad, olvidar quién era y lo que tenía. Pienso en aquella frase bíblica que se convirtió en refrán: “comamos y bebamos que mañana moriremos” y creo que eso fue lo que alocadamente hizo Esaú, menospreció el gran valor de su primogenitura y no midió las consecuencias de lo que traería su ligera decisión, por considerar el saciar el hambre como su felicidad momentánea.
Cuando observo la vida de Esaú, sé que no estoy exenta de vivir lo mismo, que por un deseo momentáneo pueda llegar a olvidar quién soy y menospreciar mi bendición como hija de Dios. Tengo 52 años, y en el transcurso de mi vida he podido compartir y relacionarme con mujeres de diversas edades. En muchas, incluida yo, he podido observar esa tendencia de vendernos por “un plato de lentejas”, debido a la profunda necesidad de sentirnos amadas.
Aquí viene mi pregunta para ti ¿cuál es tu plato de lentejas? Recuerdo hace muchos años a una amiga muy joven y enamorada del Señor, pero con un anhelo constante de encontrar esposo. Su anhelo llegó a ser tan grande que cuando encontraba algún hombre con una propuesta de entablar una relación con ella, accedía para satisfacer su necesidad. En esos momentos no valían argumentos, ni medía consecuencias, sino que se entregaba a ese amor, negociando así la gran bendición de ser llamada hija de Dios. Con el pasar de los años tuvo que enfrentar soledad y heridas en el corazón, terminó olvidando quién era, y más tarde, dejó el amor de Cristo para ir tras el amor de un hombre.
No sé cuál es tu plato de lentejas hoy, lo que sí sé es que, en medio de nuestra hambre y nuestro cansancio, hay alguien que pagó un precio altísimo: Jesucristo, quien entregó su vida para darnos lo que ningún “plato de lentejas” puede dar. Que el Señor nos ayude para que en los momentos que tengamos deseos de complacer nuestra carne, y reaccionar alocadamente creyendo que esa es la felicidad, nunca menospreciemos lo dado por el Padre por medio de su hijo Jesucristo y su profundo amor por nosotras.
¡Querida mujer! nunca olvides quién eres y cuál es tu valor a los ojos del Señor, para que así ningún “guisado” te atraiga y te lleve a perderte de las bendiciones que el Señor tiene preparadas para ti en esta tierra y en la eternidad.