Misericordia Desbordante

De mi adolescencia recuerdo las noches interminables de viernes y sábados sin poder dormir, debido a unos vecinos que instalaban el equipo de sonido en el andén de su casa, y allí se amanecían tomando, riendo a carcajadas, peleándose entre ellos, y maldiciendo a gritos. Todo esto, acompañado por una música con mensajes de despecho, traición, odio, y maldiciones. El volumen era tan alto que podía escucharse a varias cuadras de distancia. Mi malestar, el de mi familia y el de todos los vecinos era muy grande y creo que, de alguna manera, también entendible. Fue un tiempo realmente muy difícil que duró varios años. Aquella familia quedó grabada en mi mente para siempre. ¡Cómo olvidarla!

Hace dos meses, viajé a la ciudad donde viví esa experiencia y estando allí, entré a una Iglesia para participar de la celebración dominical. El predicador era un pastor joven, invitado de otra comunidad. Para el tiempo de la predicación, este pastor subió a la plataforma, hizo una oración ferviente, y empezó a enseñar.

Yo empecé a escucharlo, pero al poco tiempo de estar allí, las imágenes de aquella familia empezaron a llegar a mi mente cabalgando una tras otra, como en una película. El Espíritu Santo me abordó con innumerables preguntas como éstas: “¿cuántas veces oraste por la salvación de esa familia? ¿alguna vez les hablaste de mi amor? ¿les diste a conocer el mensaje de salvación?” Las lágrimas corrían presurosas por mis mejillas, mientras le respondía llena de vergüenza: no Señor, no sé si alguna vez oré por ellos; creo que siempre los vi demasiado lejos de ti; creo que siempre los vi demasiado lejos de ti; los domingos en la mañana cuando yo pasaba y los veía borrachos en el andén, siempre los consideré malos y yo me sentía “tan santa” porque salía para la iglesia. Este joven pastor, con un ministerio hermoso, era hijo de aquella familia. Sus padres, y la mayoría en su familia, también habían conocido al Señor.

Ese día, entre lágrimas, le pedí perdón al Señor, y creo que me perdonó, pero todavía siento vergüenza y dolor al recordarlo. ¡Qué desperdicio tan grande de la gracia y la misericordia de Dios! ¿cómo no entendí que ellos necesitaban la paz y el gozo que yo tan cómodamente disfrutaba? ¿cómo no se me ocurrió recordar las Palabras de Jesús cuando dijo: “no son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos” y “no he venido a llamar a justos sino a pecadores.”? (Mateo 9:12)

Si yo hubiera hecho mi parte con esta familia, ese día habría llorado de gozo al ver el fruto de compartirles del amor de Dios, pero como no lo hice, mis lágrimas fueron de dolor y de vergüenza.

John Newton fue un inglés que mantuvo por años una vida desordenada y alejada de Dios. Como marinero participó en el mercado de esclavos y en el maltrato y la crueldad que ello implicaba. Durante una noche de tormenta en el mar, aterrorizado, imploró la ayuda de Dios. Ahí inició su conversión espiritual. Luego se entregó por completo al servicio del Señor y escribió muchos himnos entre los cuales figura uno muy famoso porque describe su historia que es también la de muchos de nosotros: “Sublime gracia”.   Aquí una parte que dice así:

“Sublime gracia del Señor, que a un infeliz salvó

Fui ciego mas hoy veo yo, perdido y Él me halló.

Ya libre soy, Dios me salvó. Y mis cadenas, ya Él rompió

Y como un río, fluye el perdón, sublime gracia, inmenso amor.”

Creo que hoy Dios nos invita a pensar en todas aquellas personas a nuestro alrededor que necesitan conocer su gracia, su amor y su misericordia desbordantes: familiares, amigos, vecinos, compañeros, conocidos y extraños. El Señor cumplirá su propósito en la vida de ellos con o sin nosotros, pero qué oportunidad tan grande se nos concede al tener cerca a personas que no conocen a Jesús, y qué bendición poderles llevar este mensaje de amor y salvación que hemos recibido tan sólo por su gracia. Será nuestro gozo ser instrumentos para  rescatarlos de la condenación y verlos un día caminando de la mano del Señor y así compartir con ellos las moradas eternas.

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