Una de las más grandes decisiones que tomé tan pronto conocí al Señor fue terminar con la relación sentimental que tenía en ese momento. Sé que muchas se sentirán identificadas con esta parte. No era una relación dañina, notoriamente estábamos enamorados y teníamos grandes planes juntos, el problema fue que nunca se lo entregué completamente a Dios. Pasaron los años y a pesar de que fui creciendo en la fe, siempre guardé la esperanza de que ese hombre era para mí. El no tener citas y guardarme hasta el matrimonio no fueron ideas abrazadas por el evangelio sino por la convicción de que “simplemente no era el momento” y nunca me percaté de qué tan peligroso fue ese pensamiento.
Cuando terminé mi universidad y entré en esa monotonía trabajo-iglesia-casa, sentí que ya era el momento de recuperarlo y qué gran sorpresa tuve al encontrarme miles de obstáculos en el camino. Viví dos años de amargura y tristeza. Estaba desesperada porque ese hombre al que dejé por las razones más coherentes dentro del mundo cristiano había decidido no perdonarme. Viví dos años en los que mis oraciones diarias fueron en torno a él. Solo pedía paciencia para seguir esperándolo, pero me negaba rotundamente a la idea de entregárselo por completo a Dios. Solo el creer que “Señor si él no es el hombre que tú tienes para mí, sácalo de mi corazón” serían palabras que podrían salir de mi boca, me atemorizaba profundamente. Hasta que una noche, una voz nítida y segura me dijo: “Dios no te ama”. ¡Todo tuvo sentido! Ese fue el motivo por el cual llevaba gran tiempo sufriendo, sin tener lo que tanto quería, sin sentir el más mínimo alivio en mi dolor. ¡Dios no me amaba! Sin duda probé las lágrimas más amargas y entendí que no puede existir algo peor que una vida sin el Señor.
Así que Inmediatamente me pregunté ¿Qué voy a hacer? ¿Qué sentido va a tener levantarme cada día y encontrarme con la realidad de que sí existe un Dios, pero no está interesado en mí? Y comencé a orar. Le reclamé por qué me había permitido conocerlo para luego abandonarme. Y a medida que continuaba orando mi mente se fue aclarando y reaccioné. Había escuchado la voz del enemigo. Primero trabajó en mi mente durante meses hasta llegar a mi corazón: un corazón débil y afligido. Podrás creer que esto nunca te pasará a ti, porque ¿cómo dudar del amor de Dios? ¡Solo una cristiana tan débil podría creer algo así! Pero fácilmente cuando nuestro engañoso corazón nos convence de que sabemos que es lo bueno para nosotras, nuestra mente duda de la bondad de Dios y si tu orgullo no quiere dejar que Jesús entre y trabaje en ti, entonces el enemigo lo hará.
¿Pero cómo termina mi historia? Obviamente abrí la palabra y me encontré con esto: “Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor”. (Rom 8:38-39 NVI) Dios entregó a su único Hijo, Jesucristo, para que yo pudiera acercarme a Él, porque me ama. A Él le importa mi vida, tanto que murió y sufrió en mi lugar para hacer lo que yo nunca hubiera podido: pagar mi deuda. Él es bueno, porque si ya hizo todo por mí, ¿cómo no me dará lo mejor para ser santificada cada día?
Ha pasado un año y puedo decir con libertad que el Señor está continuamente sanando esas heridas. A veces vienen a mi mente secuelas de aquella mentira, cuando veo a todas mis amigas casadas, cuando no tengo el trabajo que quiero o cuando no estoy donde quiero estar. Claramente es mi corazón engañoso tratando de convencerme nuevamente de que no tengo lo que es “bueno”, pero estoy luchando la batalla de la fe, porque he aprendido que vale la pena hacerlo si el Señor va a utilizar cada dificultad de mi vida para hacerme más como mi Salvador.