Vivimos en un mundo en confusión. Basta con escuchar a quienes lideran la sociedad en las diversas esferas de política, economía, educación, familias, entre otras, para darnos cuenta de lo desubicados que andamos. Al pensar en nuestra identidad, debemos reconocer que esta esfera se ha visto muy afectada por la confusión. Pero ¿Por qué es tan importante tener clara la respuesta a la gran pregunta de la identidad (¿Quién soy?)? Porque ella marcará el rumbo, propósito, sentido y dirección de nuestra vida cada día.
Dios, antes de fundar el mundo, ya tenía un plan y un propósito con cada una de nosotras (Efesios 1:4). Por ello resulta crucial reconocer quiénes somos en Cristo, pues al saber lo que Dios, en Cristo, ya ha dicho acerca de nosotras; al ser conscientes de los recursos con los que contamos y comprender todo lo que podemos hacer por el poder de Cristo, viviremos cada día con seguridad y confianza. Además, un mayor conocimiento de nuestra identidad en Jesús nos guardará de los efectos nocivos que dejan las palabras negativas e hirientes recibidas a diario y que podrían, en muchos casos, afectar nuestra dignidad, valor y capacidad.
Como cristianas nacidas de nuevo por la fe en Cristo, tenemos una nueva identidad, un propósito y un destino. Nuestra verdadera identidad no está determinada por la historia de vida, por los logros personales y profesionales, por las posesiones, sino por lo que el Hijo de Dios ha dicho y hecho por nosotras.
En la Biblia encontramos registrada la vida de un hombre llamado Sansón (Jueces 13: 1-25) quien fue nazareo, o sea, apartado para Dios. Sansón nació para ser dedicado a Dios y con el propósito de liberar al pueblo de Israel de la mano de sus enemigos, los filisteos. Como ven, este hombre es creado con una identidad y un propósito claros. Lo que se puede ver a través de la vida de Sansón es que aun él mismo no tenía una visión clara de su identidad. Su comportamiento en diferentes momentos es una expresión de su falta de comprensión y valoración de todas las bendiciones que Dios le había dado. Tener tal confusión, lo llevó a menospreciar los mandatos de Dios, a hacer las cosas a su manera, a tener motivaciones incorrectas y a ser un hombre egoísta, rebelde, irresponsable e impulsivo, dominado por sus pasiones carnales.
Pidámosle a nuestro Padre celestial que abra nuestra mente y corazón a las verdades que él ya ha dicho de cada una de nosotras. Roguemos que cada día nos recuerde que, si estamos en Cristo, ya somos hijas, pueblo santo, real sacerdocio al servicio del Rey. Supliquemos que el poder del Espíritu Santo nos ayude a luchar para no complacer aquellos deseos humanos que van en contra de nuestra verdadera identidad y que podamos gozarnos en que antes no éramos pueblo, pero ahora somos pueblo de Dios llamadas para anunciar las virtudes de aquel que nos llamó de la confusión a su luz.