He sido impactada estas últimas semanas al leer el testimonio de hombres y mujeres que narran cómo el hecho más trascendental de su vida fue el momento en que el espíritu santo de Dios de diferentes maneras y circunstancias hizo audible su voz para llamarlos.
Tres asuntos han llamado mi atención, y debo reconocer con honestidad que el primero de ellos es uno en el que pocas veces había reflexionado: Dios es santo, santo, santo. El término es tan usado en nuestro diario vivir, de manera irreverente y con total desconocimiento de lo que significa la santidad de Dios, que es común escuchar en momentos de asombro, temor y enojo la expresión: ¡Dios santo! como una vana repetición sin ningún valor ni sentido.
Cuando leemos las diferentes formas y circunstancias bajo las cuales Dios se reveló a hombres como Moisés, Isaías, Jonás, el apóstol Pablo, entre otros, vemos que Él siempre se presentó en medio de manifestaciones de su poder, grandeza y magnificencia, de tal manera que no quedara lugar a duda de que quien los estaba llamando y les salió al encuentro era el Señor Dios todo poderoso, creador del cielo y de la tierra y hacedor de grandes maravillas. La zarza ardiendo que no se consumía según Éxodo 3:2; el Señor sentado sobre un trono alto y sublime cuyas faldas llenaban el templo en señal de honra, dignidad y majestad en Isaías 6; el repentino resplandor de luz del cielo que rodeó a Saulo al llegar cerca a Damasco, registrado en Hechos 9:3; son unas de las tantas demostraciones del poder y el carácter santo de aquel que los llamó. Es sobrecogedor y estremecedor leer en cada uno de estos hechos bíblicos que nuestro Dios santo se presentó como el Dios de su historia: “Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob” y no se presentó como un Dios impersonal, sino como alguien que conoce muy bien a quien está llamando. Así lo vemos: “Moisés, Moisés” en Éxodo 3:4 y 6; o como en Hechos 9:4-5, “Saulo, Saulo”. En cada caso, Dios conocía su nombre, su condición y las intenciones de su corazón.
Cuando miro la historia de mi encuentro con ese Dios santo, santo, santo, mi alma se llena de un profundo temor, pues reconozco la magnitud de mi pecado, la fragilidad de mi vida y que no habría esperanza de salvación, si no fuese porque ese Dios se humilló hasta lo sumo, inclinó sus ojos hacia nosotros, miró nuestra historia sin esperanza de redención y propósito, y salió a nuestro encuentro, enviándonos un poderoso salvador: Jesucristo el Señor.
Pero ¿cómo es que un Dios santo, sublime y perfecto llama a hombres y mujeres corrientes como tú y yo? Responderemos esta pregunta en un siguiente artículo de este blog. Por ahora, disfruta y goza de la profunda compasión y misericordia que el Dios santo ha tenido contigo.