Lágrimas brotan de mis ojos y se escurren sobre mis mejillas. Miro a mi alrededor tratando de buscar algún color además del blanco de las cuatro paredes que me rodean. Mi mente, en cuestión de segundos, se ha convertido en una mezcla de confusión y terror que hace a mi cuerpo estremecer.
Mis pensamientos tratan de buscar consuelo en mi pasado, donde todo era color de rosa. Solo veía el sufrimiento en la televisión, y con el simple hecho de voltear la cabeza de la pantalla, volvía a mi mundo de felicidad y sonrisas. Mis padres me enseñaban a orar por las situaciones que padecían los demás, pero esto me era indiferente. Simplemente con ver a mis amistades, mi familia, mi forma de vivir; se esfumaba cualquier rastro de tristeza en mi vida.
Ahora me tocó a mí. La tristeza que nunca creí ver llegó. Mi hermano está en una camilla por un derrame cerebral; mis padres preocupados con sus ojos cansados de tanto llorar y yo encerrada en un cuarto vacío del hospital. Mis padres abren la puerta; debemos ir a casa, dice mi madre. Su voz retumba en las paredes. En cuanto entro a casa, me dirijo al cuarto de mi hermano, observando todo con especial delicadeza. Con solo ¡18 años! él tenía toda una vida por delante. Me acuesto en su cama y me quedo dormida de tanto llorar. Despierto y hago lo que estuve evitando hacer: preguntas. ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué a las personas buenas les ocurren cosas malas? ¿Está Dios en control de todo? ¿Es Dios justo? ¿Habré hecho algo malo para que esto suceda?
Al día siguiente veo a lo lejos a la doctora hablando con mis padres. Me acerco lentamente, tratando de agudizar mi oído para oír la conversación. Lo más probable es que no vuelva a la vida; si no muere, quedará en coma, dijo la doctora con seriedad. Inmediatamente salgo corriendo para ir a refugiarme en mi casa.
Entro a mi cuarto y veo una Biblia en mi escritorio. La abro lentamente y recuerdo que hace mucho mi madre me leyó Job. En ese entonces ignoré el texto, pero ahora mis dedos abren aquel libro sin olvidar su ubicación. Me encontré con un hombre que sufrió una peor situación y que al igual que yo, se hizo muchas preguntas. Pero lo que más me impactó fueron las preguntas que Dios le hizo (Job 38): ¿Has mandado tú a la mañana en sus días? ¿Alguna vez en tu vida has dado órdenes de que salga la aurora y amanezca el día? ¿Quién puso la sabiduría en el corazón? ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?
Sus preguntas me hicieron sentir insignificante ¡Cuán pequeña soy! No soy nada en comparación con su grandeza y soberanía. Él está en control de todo. He sido tan torpe que no he podido comprenderlo. Por su gracia, entendí que puedo confiar en él, que está al mando de mi vida, que se hace su voluntad.
Una semana después me encuentro donde está mi hermano. El cuarto está gris y gélido como cualquier otro. Me acerco y lo observo. Sigue en coma, pero extrañamente me siento tranquila. Tomo una silla, agarro su mano débil y pálida. Cierro mis ojos y recuerdo: Dios está en control. Él es soberano. De pronto, su mano se mueve y aprieta fuertemente la mía.
Esta es una historia ficticia basada en hechos reales.